128

Cuando Susan despertó, el sol se filtraba por las cortinas y bañaba el edredón de plumas de ganso. Buscó a David. ¿Estoy soñando? Su cuerpo permaneció inmóvil, agotado, aún aturdido de la noche anterior.

—¿David? —gimió.

No hubo respuesta. Abrió los ojos. Su piel todavía cosquilleaba. David se había ido.

Estoy soñando, pensó Susan. Se incorporó. La habitación era victoriana, toda encajes y antigüedades: la mejor suite de Stone Manor. Su bolsa de viaje estaba en el suelo de parquet, su ropa interior sobre una silla Reina Ana, al lado de la cama.

¿Era cierto que David había llegado? Atesoraba recuerdos: su cuerpo contra el de ella, los tiernos besos que la despertaron. ¿Lo había soñado todo? Se volvió hacia la mesita de noche. Había una botella de champán vacía, dos copas… y una nota.

Se frotó los ojos para acabar de despertarse, se envolvió el cuerpo desnudo con el cubrecama y leyó el mensaje.

Queridísima Susan,

te quiero.

Sin cera, David

Sonrió y apretó la nota contra su pecho. Era David, no cabía duda. Sin cera… El código que aún debía descifrar.

Algo se removió en un rincón y Susan levantó la vista. David Becker estaba sentado en silencio, mirándola desde un mullido diván, envuelto en un grueso albornoz y disfrutando del sol de la mañana. Ella le indicó con un gesto que se acercara.

—¿Sin cera? —ronroneó al tiempo que le rodeaba en sus brazos.

—Sin cera —sonrió él.

Ella le dio un beso.

—Dime lo que significa.

—De eso nada. —Rió—. Una pareja necesita tener secretos. De ese modo las cosas siguen siendo interesantes.

Susan sonrió con timidez.

—Algo más interesante que lo de esta noche pasada y no volveré a caminar.

David la tomó en sus brazos. Se sentía ingrávido. El día anterior casi era hombre muerto, pero ahora se sentía más vivo que nunca.

Susan apoyó la cabeza en su pecho, escuchó los latidos de su corazón. No podía creer que, en un momento dado, había pensado que nunca más le volvería a ver.

—David —suspiró, y desvió la vista hacia la nota de la mesa—. Explícame lo de «sin cera». Ya sabes que detesto los códigos indescifrables.

Él guardó silencio.

—Dímelo —insistió Susan con un mohín voluptuoso—. De lo contrario no volverás a acostarte conmigo.

—Mentirosa.

Susan le golpeó con una almohada.

—¡Dímelo ya!

Pero David sabía que nunca se lo diría. El secreto que ocultaba «sin cera» era demasiado tierno. Sus orígenes eran antiquísimos. Durante el Renacimiento, los escultores españoles que cometían errores mientras tallaban estatuas de mármol caras disimulaban sus defectos con cera. Una estatua que carecía de defectos y, por lo tanto, no necesitaba retoques era alabada como una «escultura sin cera». La palabra inglesa sincere provenía de la española sincera, sin cera. El código secreto de David no entrañaba un gran misterio. Se limitaba a firmar sus cartas con un «sinceramente». Sospechaba que a Susan no le haría gracia.

—Te alegrará saber que, durante el vuelo de regreso —dijo David en un intento de cambiar de tema—, llamé al presidente de la universidad.

Ella lo miró esperanzada.

—Dime que has renunciado al puesto de jefe del Departamento de Idiomas Modernos.

David asintió.

—Volveré a dar clases el semestre que viene.

Susan suspiró aliviada.

—A lo que nunca debiste haber renunciado.

David sonrió.

—Sí. Supongo que en España recordé lo que es importante.

—¿A romper corazones de alumnas otra vez? —Susan besó su mejilla—. Bien, al menos tendrás tiempo para ayudarme a corregir mi manuscrito.

—¿Manuscrito?

—Sí. He decidido publicar un libro.

—¿Publicar? —preguntó David perplejo—. ¿Publicar un libro sobre qué?

—Algunas ideas sobre protocolos de filtros variables y residuos cuadráticos.

David gruñó.

—Creo que se venderá una barbaridad.

Ella rió.

—No te lo pierdas.

David buscó en el bolsillo del albornoz y sacó un objeto pequeño.

—Cierra los ojos. Tengo algo para ti.

Susan obedeció.

—Déjame adivinar… ¿Un anillo de oro con una inscripción en latín?

—No —rió David—. Convencí a Fontaine de que lo devolviera a los herederos de Tankado.

Cogió la mano de Susan y deslizó algo en su dedo.

—Mentiroso —rió Susan y abrió los ojos—. Sabía…

Enmudeció. El anillo no era el de Tankado. Era un diamante engastado en una banda de platino.

Susan lanzó una exclamación ahogada.

David la miró a los ojos.

—¿Quieres casarte conmigo?

Susan se quedó sin respiración. Paseó la vista entre él y el anillo. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Oh, David… No sé qué decir.

—Di que sí.

Ella se volvió sin decir palabra.

David esperó.

—Susan Fletcher, te quiero. Cásate conmigo.

Susan alzó la cabeza. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—Lo siento, David —susurró—. No… puedo.

El la miró estupefacto. Escudriñó sus ojos en busca de un brillo juguetón. No lo vio.

—Susan —dijo—. No lo entiendo.

—No puedo —repitió ella—. No puedo casarme contigo.

Dio media vuelta. Sus hombros empezaron a temblar. Se cubrió la cara con las manos.

David estaba perplejo.

—Pero, Susan… Yo pensaba…

Aferró sus hombros temblorosos y la volvió hacia él. Fue entonces cuando comprendió. Susan Fletcher no estaba llorando. Estaba al borde de un ataque de nervios.

—¡No me casaré contigo! —Rió, y le atacó de nuevo con la almohada—. ¡No hasta que me expliques lo de «sin cera»! ¡Me estás volviendo loca!

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