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El faro delantero de la Vespa proyectaba sombras sobre las paredes de las callejuelas. Becker daba gas y la moto rugía entre los edificios encalados, despertando a tan temprana hora a los moradores del barrio en aquel amanecer de domingo.

Había transcurrido menos de media hora desde que escapara del aeropuerto. No había parado de huir desde entonces, y un sinfín de preguntas desfilaban por su mente: ¿Quién está intentando asesinarme? ¿Qué tiene de especial este anillo? ¿Dónde está el avión de la NSA? Pensó en Megan, asesinada en el váter de un tiro en la frente, y las náuseas le invadieron.

Había pensado atravesar el barrio de lado a lado, pero Santa Cruz era un laberinto intrincado de callejuelas. Estaba sembrado de falsos puntos de origen y callejones sin salida. Becker no tardó en perder el sentido de la orientación. Buscó con la vista la torre de la Giralda para orientarse, pero los muros circundantes eran tan altos que no vio nada, salvo un gajo de amanecer sobre su cabeza.

Se preguntó dónde estaría el hombre de las gafas con montura metálica. No era tan iluso como para pensar que su atacante se había rendido. El asesino debía perseguirle a pie. Becker se esforzaba por maniobrar con la Vespa en esquinas cerradas. El ruido del motor resonaba en las callejas. Sabía que era un blanco fácil en el silencio de Santa Cruz. En aquel momento, sólo contaba a su favor con la velocidad. ¡He de llegar al otro lado!

Tras una larga serie de giros y tramos rectos, llegó a un cruce de tres calles señalizado como Esquina de los Reyes. Sabía que tenía problemas. Ya había estado allí antes. Mientras decidía sentado en la moto parada qué camino seguir, el motor se detuvo. La aguja del indicador de gasolina señalaba VACÍO. Como si esperara aquel momento para ser convocada, una sombra apareció en el callejón a su izquierda.

La mente humana es el ordenador más rápido que existe. En la siguiente fracción de segundo, la de Becker registró la forma de las gafas del hombre, buscó en la memoria un equivalente, encontró uno, registró peligro y se dispuso a tomar una decisión. Dejó caer la moto inservible y empezó a correr como alma que lleva el diablo.

Por desgracia para Becker, Hulohot pisaba ahora terreno firme, en lugar de viajar a bordo de un taxi traqueteante. Apuntó tranquilamente y disparó.

La bala alcanzó a Becker en el costado, justo cuando doblaba una esquina. Dio cinco o seis zancadas antes de que la sensación empezara a registrarse en su cerebro. Al principio fue como el tirón de un músculo, justo arriba de la cadera. Después se convirtió en un hormigueo tibio. Cuando Becker vio la sangre, comprendió lo sucedido. Nada de dolor. Sólo el impulso de emprender una desesperada escapada por el laberinto tortuoso de Santa Cruz.

Hulohot corrió tras su presa. Estuvo tentado de disparar a Becker a la cabeza, pero era un profesional. Tenía en cuenta las probabilidades. Becker era un objetivo en movimiento y su cintura era el blanco que ofrecía el margen mínimo de error, tanto vertical como horizontalmente. La jugada le había salido bien. Becker se había movido en el último instante, y en lugar de errar su cabeza, Hulohot le había alcanzado en el costado. Aunque sabía que la bala apenas le había rozado y no le había causado una herida grave, el disparo había cumplido su cometido. Se había establecido contacto. La presa había recibido un aviso de muerte. Un juego nuevo.

Becker corría sin rumbo. Giraba en las esquinas. Zigzagueaba. Se mantenía alejado de los tramos rectos. Los pasos que resonaban detrás de él parecían incansables. Tenía la mente en blanco. Para todo: dónde estaba, quién le perseguía. Sólo predominaba el instinto, el instinto de conservación, nada de dolor, sólo miedo y energía en estado puro.

Una bala se estrelló contra unos azulejos a sus espaldas. Esquirlas de ladrillo vidriado rociaron su nuca. Giró a la izquierda por otro callejón. Se oyó gritar auxilio, pero salvo por el sonido de los pasos y los jadeos de Becker, reinaba una tranquilidad mortal en la atmósfera matinal.

Le dolía el costado. Temió estar dejando un rastro escarlata en los suelos blancos. Buscó por todas partes una puerta abierta, una cancela, una escapatoria de los pasadizos sofocantes. Nada. La callejuela se estrechó.

¡Socorro! ¡Ayuda!

Su voz apenas era audible.

El espacio entre las paredes se iba estrechando cada vez más. El callejón trazó una curva. Becker buscó un cruce, algo que le permitiera salir. Puertas cerradas. Cada vez más angosto. Cancelas cerradas. Los pasos se acercaban. Estaba en una recta, y de pronto la callejuela empezó a ascender. Se hizo más empinada. Sintió las piernas cansadas. Aminoró la velocidad.

Y entonces llegó al final.

Como una autovía que se hubiera quedado inconclusa por falta de fondos, el callejón murió. Había una pared alta, un banco de madera y nada más. Ninguna vía de escape. Becker siguió con la vista los tres pisos hasta llegar a lo alto del edificio y después dio media vuelta y empezó a desandar el camino, pero sólo había dado unos pasos cuando se detuvo.

Al pie de la cuesta apareció una figura. El hombre avanzaba hacia él con calma y determinación. Una pistola brillaba a la luz del sol matinal.

Becker experimentó una repentina lucidez mientras retrocedía hacia la pared. Tomó conciencia del dolor de su costado. Tocó el punto y miró. Había sangre en sus dedos y sobre el anillo de oro de Ensei Tankado. Se sintió aturdido. Contempló perplejo la banda grabada. Había olvidado que lo llevaba. Había olvidado por qué había ido a Sevilla. Miró a la figura que se acercaba. Contempló el anillo. ¿Por esto había muerto Megan? ¿Por esto moriría él?

La sombra avanzaba por la estrecha cuesta. Becker vio paredes por todas partes, un callejón sin salida a su espalda. Les separaban algunas entradas con puertas, pero era demasiado tarde para pedir ayuda.

Aplastó la espalda contra la pared del callejón sin salida. De repente sintió hasta el último grano de arena bajo las suelas de sus zapatos, incluso la última protuberancia de la pared de estuco. Su mente retrocedió hasta el pasado, hasta su infancia, sus padres…, Susan.

¡Oh, Dios! Susan…

Por primera vez desde que era niño, Becker rezó. No rezó para liberarse de la muerte. No creía en milagros. Rezó para que la mujer a la que amaba encontrara fuerzas, para que supiera sin el menor asomo de duda que la había querido. Cerró los ojos. Los recuerdos llegaron como un torrente. No eran recuerdos de reuniones del departamento, asuntos universitarios o las cosas que conformaban el noventa por ciento de su vida. Eran recuerdos de ella. Recuerdos sencillos: el día en que le enseñó a utilizar palillos en un restaurante chino, una mañana navegando en Cape Cod. Te quiero, pensó. No lo olvides… nunca.

Era como si le hubieran despojado de toda defensa, toda fachada, toda exageración insegura de su vida. Estaba desnudo delante de Dios. Soy un hombre, pensó. Y en un momento de ironía se dijo: Un hombre sin cera. Tenía los ojos cerrados, mientras el tipo con las gafas de montura metálica se aproximaba. Cerca, una campana empezó a doblar. Becker esperó en la oscuridad el sonido que acabaría con su vida.

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