16

—¿Un anillo? —Susan parecía escéptica—. ¿Ha desaparecido un anillo de Tankado?

—Sí. Tuvimos suerte de que David se diera cuenta. Fue una jugada muy ingeniosa.

—Pero usted busca una clave de acceso, no una sortija.

—Lo sé —dijo Strathmore—, pero puede que sea lo mismo.

Susan estaba desorientada.

—Es una larga historia.

La criptógrafa le mostró el progreso del rastreador en su pantalla.

—No hay manera.

Strathmore suspiró profundamente y empezó a recorrer la sala.

—Por lo visto, hubo testigos de la muerte de Tankado. Según el agente que estaba en el depósito de cadáveres, un turista canadiense llamó a la Guardia Civil esta mañana preso del pánico. Dijo que un japonés estaba sufriendo un infarto en el parque. Cuando el agente llegó, encontró a Tankado muerto y al canadiense con él, de modo que llamó a una ambulancia. Cuando ésta se llevó el cuerpo de Tankado al depósito de cadáveres, el agente intentó que el canadiense le explicara lo sucedido. El tipo sólo acertó a farfullar algo acerca de un anillo que Tankado le había dado.

Susan le miró con escepticismo.

—¿Tankado le dio un anillo?

—Sí. Al parecer se lo puso por la fuerza en la mano, como suplicándole que lo aceptara. Por lo visto, el viejo lo examinó con detenimiento. —Strathmore se detuvo y dio media vuelta—. Dijo que el anillo tenía una inscripción con un texto.

—¿Texto?

—Sí. Según él, no era inglés.

Strathmore enarcó las cejas expectante.

—¿Japonés?

Strathmore negó con la cabeza.

—Eso fue lo primero que pensé yo también, pero escucha esto: el canadiense informó de que las letras no formaban palabras reconocibles. Los caracteres japoneses no pueden confundirse con nuestro alfabeto romano. Dijo que la inscripción sugería que habían dejado suelto a un gato encima del teclado de una máquina de escribir.

Susan rió.

—Comandante, no pensará…

Strathmore la interrumpió.

—Está claro como el agua, Susan. Tankado grabó la clave de acceso de fortaleza digital en el anillo. El oro es duradero. La clave siempre le acompañaba, cuando dormía, se duchaba o comía, preparada para ser publicada en cualquier momento.

Susan no parecía convencida.

—¿En su dedo? ¿A la vista de todo el mundo?

—¿Por qué no? España no es ni de lejos la capital mundial de la criptografía. Nadie sabría qué significaban las letras. Además, si la clave de acceso tiene los sesenta y cuatro bits habituales, incluso a la luz del día nadie sería capaz de leer y memorizar los sesenta y cuatro caracteres.

Susan le miró con perplejidad.

—¿Y Tankado dio un anillo a un completo desconocido antes de morir? ¿Por qué?

Strathmore entornó los ojos.

—¿Tú qué crees?

Ella tardó sólo un momento en comprender. Su asombro era mayúsculo.

El comandante asintió.

—Tankado estaba intentando deshacerse de él. Pensaba que íbamos a matarle. Se sintió morir y dedujo que nosotros éramos los responsables. El momento era demasiado oportuno. Pensó que le habíamos envenenado o algo por el estilo. Sabía que sólo nos atreveríamos a matarle si habíamos localizado a Dakota del Norte.

Susan sintió un escalofrío.

—Por supuesto —susurró—. Tankado pensó que habíamos neutralizado a su póliza de seguro para poder liquidarle a él también.

Todo estaba adquiriendo lógica para Susan. El momento del infarto era tan afortunado para la NSA que Tankado había asumido que la agencia era la responsable. Su instinto final fue vengarse. Ensei entregó su anillo como un último esfuerzo para hacer pública la contraseña. Ahora, por increíble que pareciera, un inocente turista canadiense tenía la clave del algoritmo de encriptación más poderoso de la historia.

Susan respiró hondo y formuló la pregunta inevitable.

—¿Dónde está el canadiense?

Strathmore frunció el ceño.

—Ese es el problema.

—¿El agente no sabe dónde está?

—No. La historia del canadiense era tan absurda que el agente imaginó que era presa de un shock o estaba senil, de modo que acomodó al hombre en el asiento trasero de su moto con la intención de llevarlo a su hotel, pero el tipo se cayó de la moto al inicio del recorrido. Se abrió la cabeza y se rompió la muñeca.

—¡Increíble! —exclamó Susan.

—El policía quería llevarlo al hospital, pero el canadiense estaba furioso. Dijo que volvería a pie a Canadá antes que montar de nuevo en la moto, de modo que el agente le acompañó hasta una pequeña clínica pública cercana al parque. Le dejó allí para que le hicieran un reconocimiento.

Susan frunció el ceño.

—Supongo que no hace falta que pregunte adonde ha ido David.

La fortaleza digital
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