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No cabía duda de que la Vespa de Becker debía ser el vehículo más pequeño que había cruzado la pista de aterrizaje del aeropuerto de Sevilla. A la velocidad máxima, unos setenta y cinco kilómetros por hora, sonaba más como una sierra mecánica que como una moto, y por desgracia carecía de la potencia necesaria para elevarse en el aire.
Becker vio por el espejo lateral que el taxi saltaba a la pista unos cuatrocientos metros detrás de él. Empezó a recortar distancias enseguida. A lo lejos, la silueta de los hangares del aeropuerto se perfilaba contra el cielo nocturno. Faltaría alrededor de un kilómetro. Se preguntó si el taxi le alcanzaría antes. Sabía que Susan era capaz de efectuar el cálculo en dos segundos y averiguar las probabilidades. De pronto, sintió un miedo desconocido para él hasta aquel momento.
Agachó la cabeza y aceleró al máximo. La Vespa no podía correr más. Imaginó que el taxi iba al doble de velocidad. Clavó la vista en los tres edificios que se cernían en la distancia. El del centro. Ahí está el Learjet. Sonó un disparo.
La bala rebotó en la pista, unos metros detrás de él. Becker miró por encima de su hombro. El asesino estaba asomado por la ventanilla, apuntándole. Becker viró con brusquedad, y el espejo lateral estalló en una lluvia de cristales. Sintió el impacto de la bala en los manillares. Aplastó el cuerpo sobre la moto. Que Dios me ayude. ¡No voy a conseguirlo!
El asfalto que se extendía delante de la moto estaba mejor iluminado. El taxi se hallaba más cerca, y los faros delanteros proyectaban sombras fantasmales sobre la pista. Sonó un disparo. La bala rebotó en el chasis de la moto.
Becker no quería desviarse más. ¡He de llegar al hangar! Se preguntó si el piloto del Learjet les vería venir. ¿Irá armado? ¿Abrirá las puertas de la cabina a tiempo? Pero cuando se acercó a la zona iluminada de los hangares abiertos, comprendió que la pregunta era ociosa. El Learjet no se veía por ninguna parte. Forzó la vista y rezó para que fuera una alucinación. No. El hangar estaba vacío. ¡Oh, Dios mío! ¿Dónde está el avión?
Cuando los dos vehículos entraron a toda velocidad en el hangar desierto, Becker buscó con desesperación una vía de escape. No había ninguna. La pared posterior del edificio, una lámina inmensa de metal acanalado, carecía de puertas o ventanas. El taxi se colocó a su lado, y Becker vio que Hulohot levantaba su arma.
Los reflejos se impusieron. Becker pisó los frenos. Apenas disminuyó la velocidad. El suelo del hangar estaba resbaladizo de aceite. La Vespa patinó.
Oyó un chirrido ensordecedor cuando el taxi frenó y los neumáticos resbalaron sobre la superficie aceitosa. El coche giró en una nube de humo y goma quemada, a escasos centímetros de la Vespa.
Los dos vehículos, que corrían en paralelo, perdieron el control y se lanzaron contra la pared trasera. Becker pisó el freno, pero no había tracción. Era como conducir sobre hielo. La pared metálica se cernía sobre él. Se preparó para el impacto.
Se oyó un estruendoso crujido de acero y metal acanalado, pero no sintió dolor. Se encontró de repente en el aire libre, todavía a lomos de la Vespa, rebotando sobre un campo de hierba. Era como si la pared del hangar se hubiera desvanecido ante él. El taxi continuaba a su lado, dando tumbos por el campo. Una enorme hoja de metal acanalado de la pared salió disparada del techo del taxi y voló sobre su cabeza.
Con el corazón acelerado, Becker desapareció en la noche.