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Tokugen Numataka estaba de pie en su elegante despacho del ático, mirando los rascacielos de Tokio. Sus empleados y competidores le conocían como akuta same, el tiburón mortífero. Durante tres décadas había superado en todo a sus competidores japoneses. Ahora estaba a punto de convertirse en un gigante del mercado mundial.
Se disponía a cerrar el trato más grande de su vida, un negocio que convertiría su Numatech Corp. en el Microsoft del futuro. Una descarga de adrenalina recorrió su torrente sanguíneo. Los negocios eran la guerra, y la guerra era excitante.
Aunque la llamada de hacía tres días había despertado las suspicacias de Tokugen Numataka, ahora sabía la verdad. Myouri, la buena suerte, le sonreía. Los dioses le habían elegido.
—Tengo una copia de la clave de acceso de fortaleza digital —había dicho la voz de acento norteamericano—. ¿Le interesaría comprarla?
Numataka casi había soltado una carcajada. Sabía que era un señuelo. Numatech Corp. había pujado con generosidad por el nuevo algoritmo de Ensei Tankado, y ahora los competidores de Numatech querían averiguar el monto de la puja.
—¿Tiene la clave de acceso?
Numataka fingió interés.
—Sí. Me llamo Dakota del Norte.
Numataka reprimió una carcajada. Todo el mundo sabía lo de Dakota del Norte. Tankado había hablado a la prensa de su socio secreto. Había sido una maniobra inteligente por parte de Tankado conseguir un socio. Incluso en Japón, la práctica de los negocios había caído en el deshonor. Ensei Tankado no estaba a salvo, pero un paso en falso de una firma demasiado ansiosa, y la clave de acceso se publicaría. Todas las firmas de software del mercado sufrirían las consecuencias.
Numataka aspiró una larga bocanada de su puro Umami y siguió la corriente a la persona que le llamaba.
—¿Quiere vender su copia de la clave de acceso? Interesante. ¿Qué opina Ensei Tankado?
—No he prestado juramento de fidelidad al señor Tankado. Fue un idiota al confiar en mí. La clave de acceso vale cientos de veces lo que me está pagando por mis servicios.
—Lo siento —dijo Numataka—. Su clave de acceso sola no vale nada para mí. Cuando Tankado descubra lo que ha hecho, publicará su copia, que inundará el mercado.
—Usted recibirá las dos claves de acceso —dijo la voz—. La del señor Tankado y la mía.
Numataka tapó el micrófono y rió a carcajada limpia.
—¿Cuánto pide por ambas claves? —no pudo abstenerse de preguntar.
—Veinte millones de dólares.
Veinte millones era casi la cifra exacta que Numataka había pensado.
—¿Veinte millones? —exclamó con fingido horror—. ¡Eso es indignante!
—He visto el algoritmo. Le aseguro que vale ese precio.
Y una mierda, pensó Numataka. Vale diez veces eso.
—Por desgracia —dijo cansado del juego—, ambos sabemos que el señor Tankado nunca permitiría esto. Piense en las repercusiones legales.
La persona que llamaba hizo una pausa ominosa.
—¿Y si el señor Tankado ya no fuera un factor determinante?
Numataka quiso reír, pero percibió una extraña obstinación en la voz.
—¿Si Tankado ya no fuera un factor determinante? —Numataka reflexionó—. En ese caso, usted y yo llegaríamos a un acuerdo.
—Estaremos en contacto —dijo la voz. Y colgó.