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Midge Milken entró como una furia en la sala de conferencias, situada enfrente de su despacho. Además de la mesa de caoba de diez metros de longitud, en la sala había tres acuarelas de Marión Pike, un helecho plantado en una maceta, un bar con mostrador de mármol y, por supuesto, la indispensable fuente de agua fría de la marca Sparklett. Se sirvió un vaso con la esperanza de calmar sus nervios.
Mientras sorbía el líquido, miró por la ventana. La luz de la luna se filtraba por las celosías abiertas y se reflejaba en la cubierta de la mesa, que tenía grabado el escudo de la NSA. Siempre había pensado que sería un despacho de director más agradable que el de Fontaine, situado en la fachada del edificio. En lugar de dominar el aparcamiento de la NSA, la sala de conferencias daba a un impresionante despliegue de edificios anexos, incluyendo la cúpula de Criptografía, una isla de alta tecnología que flotaba separada del edificio principal, en medio de casi dos hectáreas arboladas. Ubicada a propósito tras la protección natural de un bosquecillo de arces, costaba ver Criptografía desde la mayoría de ventanas del complejo de la NSA, pero la panorámica desde la suite de dirección era perfecta. Para Midge, la sala de conferencias era el lugar apropiado desde el que inspeccionar los dominios. En una ocasión había sugerido que Fontaine trasladara su oficina, pero el director se limitó a contestar: «En la parte trasera no». A Fontaine no iban a encontrarlo en la parte trasera de ningún sitio.
Midge descorrió las cortinas. Miró las colinas. Suspiró y desvió la vista hacia Criptografía. La visión de la cúpula de Criptografía siempre la había confortado, un faro que brillaba a todas horas. Pero esta noche no sintió el consuelo de siempre. Se descubrió observando un vacío. Cuando apretó la cara contra el cristal, un pánico infantil e irracional se apoderó de ella. Sólo vio negrura. ¡Criptografía había desaparecido!