24

David Becker estaba en una cabina de teléfono, enfrente de la Clínica de Salud Pública. Le acababan de poner de patitas en la calle por acosar al paciente 104, el señor Cloucharde.

De repente, las cosas se habían complicado más de lo que esperaba. Su pequeño favor a Strathmore, recoger unas pertenencias personales, se había convertido en la búsqueda desesperada de un extraño anillo.

Acababa de llamar al comandante para contarle lo del turista alemán. La noticia no había sido bien recibida. Después de pedir datos concretos, Strathmore había guardado silencio durante un largo momento.

—David —había dicho por fin con voz muy seria—, encontrar ese anillo es un asunto de seguridad nacional. Lo dejo en tus manos. No me falles.

La línea se había cortado.

David suspiró. Levantó la destrozada guía telefónica y empezó a examinar las páginas amarillas.

—¡Qué desastre! —farfulló.

Sólo había consignadas tres agencias de señoritas de compañía, y los datos que obraban en su poder eran escasos. Únicamente sabía que la mujer que acompañaba al alemán era pelirroja, cosa rara en España. El delirante Cloucharde había recordado que la chica se llamaba Dewdrop. Becker se encogió. ¿Dewdrop? Parecía más el nombre de una vaca que el de una chica hermosa. No era un nombre católico típico. Cloucharde tenía que haberse equivocado.

Becker marcó el primer número.

—Servicio Social de Sevilla —contestó una agradable voz femenina. Becker habló en español con fuerte acento alemán.

—Hola, ¿hablas alemán?

—No, pero hablo inglés.

Becker continuó en un inglés vacilante.

—Gracias. ¿Tú poder ayudarme?

—¿En qué puedo servirle? —La mujer hablaba poco a poco, con el fin de ayudar a su cliente en potencia—. ¿Le apetece una señorita de compañía?

—Sí, por favor. Hoy mi hermano Klaus tiene chica, muy bonita. Pelo rojo. Quiero la misma. Para mañana, por favor.

—¿Su hermano Klaus ha venido aquí?

La voz adoptó de pronto un tono animado, como si fueran viejos amigos.

—Sí. Es muy gordo. Le recuerdas, ¿no?

—¿Dice que ha estado hoy aquí?

Becker oyó que pasaba las páginas de una agenda. No habría ningún Klaus en la lista, pero imaginó que los clientes no utilizarían casi nunca su verdadero nombre.

—Mmm, lo siento —se disculpó la mujer—. No le veo aquí. ¿Cómo se llama la chica con la que estuvo su hermano?

—Tenía pelo rojo —dijo Becker, esquivando la pregunta.

—¿Pelo rojo? —repitió la telefonista. Hizo una pausa—. Esto es el Servicio Social de Sevilla. ¿Está seguro de que su hermano vino aquí?

—Seguro, sí.

—No tenemos pelirrojas, señor. Sólo tenemos bellezas puras de Andalucía.

—Pelo rojo —repitió él, sintiéndose como un estúpido.

—Lo siento, no tenemos pelirrojas, pero si usted…

—Se llama Dewdrop —barboteó, sintiéndose todavía más estúpido.

El ridículo nombre no pareció significar nada para la mujer. Se disculpó, sugirió que se estaba confundiendo de agencia y colgó.

Uno a cero.

Becker frunció el ceño y marcó el siguiente número. Le contestaron al instante.

—Buenas noches, Mujeres España. ¿En qué puedo ayudarle?

Becker repitió la misma historia, un turista alemán deseoso de pagar sus buenos dólares por una chica de pelo rojo que había salido hoy con su hermano.

Esta vez, la respuesta fue en educado alemán, pero tampoco había pelirrojas.

Keine Rotköpfe, lo siento.

La mujer colgó.

Dos a cero.

Becker contempló el listín telefónico. Sólo quedaba un número. Se le había acabado la cuerda.

Marcó.

—Acompañantes Belén —contestó un hombre utilizando un tono muy zalamero.

Becker repitió su historia.

—Sí, sí, señor. Soy el señor Roldan. Será un placer ayudarle. Tenemos dos pelirrojas. Chicas encantadoras.

El corazón de Becker se aceleró.

—¿Muy bonitas? —repitió con acento alemán—. ¿Pelo rojo?

—Sí. ¿Cómo se llama su hermano? Le diré quién ha sido su acompañante de hoy. Se la enviaremos mañana.

—Klaus Schmidt.

Becker dijo de sopetón un nombre que recordaba de un libro de texto.

Una larga pausa.

—Bien, señor… No veo a ningún Klaus Schmidt en nuestro registro, pero tal vez su hermano prefirió ser discreto… ¿Quizá le espera una esposa en casa?

Soltó una risita.

—Sí, Klaus casado. Pero muy gordo. Su mujer no duerme con él. —Becker puso los ojos en blanco y se miró en el cristal de la cabina. Si Susan pudiera oírme, pensó—. Yo gordo y solo también. Quiero dormir con ella. Pagar mucho dinero.

Becker estaba realizando una interpretación extraordinaria, pero había ido demasiado lejos. La prostitución era ilegal en España, y el señor Roldan era un hombre precavido. Ya le habían engañado en otra ocasión guardias civiles disfrazados de turistas ansiosos. Quiero dormir con ella. Roldan sabía que era una trampa. Si decía que sí, le impondrían una multa colosal, y como siempre, tendría que ceder gratuitamente a una de sus más expertas acompañantes durante una semana al comisario de policía.

Cuando habló, su voz ya no era cordial.

—Señor, esto es Acompañantes Belén. ¿Puedo preguntar quién llama?

—Eeeh… Sigmund Schmidt —inventó Becker.

—¿Dónde ha conseguido el número?

—En las páginas amarillas de la guía telefónica.

—Sí, señor, porque somos un servicio de acompañantes.

—Sí. Quiero acompañante.

Becker presintió que algo iba mal.

—Señor, Acompañantes Belén es un servicio que proporciona acompañantes a hombres de negocios para comidas y cenas. Por eso salimos en el listín telefónico. Lo que hacemos es legal. Lo que usted está buscando es una prostituta.

Roldan pronunció la última palabra como si se tratara de una enfermedad nauseabunda.

—Pero mi hermano…

—Señor, si su hermano pasó el día besando a una chica en el parque, no era de las nuestras. Tenemos normas estrictas sobre la relación entre cliente y acompañante.

—Pero…

—Nos ha confundido con otros. Sólo tenemos dos pelirrojas, Inmaculada y Rocío, y ninguna permitiría que un hombre se acostara con ellas por dinero. Eso se llama prostitución, y es ilegal en España. Buenas noches, señor.

—Pero…

Clic.

Becker maldijo por lo bajo y colgó el teléfono. Tres a cero. Estaba seguro de que Cloucharde había dicho que el alemán había contratado a la chica para todo el fin de semana.

Becker salió de la cabina en el cruce de la calle Salado con avenida Asunción. Pese al tráfico, el dulce perfume de los naranjos de Sevilla impregnaba el aire. Era el crepúsculo, la hora más romántica. Pensó en Susan. Las palabras de Strathmore invadieron su mente: Encuentre el anillo. Becker se dejó caer en un banco y meditó el siguiente paso que tenía que dar.

¿Qué paso?

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