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Jabba exhaló un suspiro de placer cuando terminó de soldar. Desconectó el soldador, dejó su linterna y permaneció un momento inmóvil en la oscuridad. Estaba hecho polvo. Le dolía el cuello. El espacio interno de estos ordenadores siempre era angosto, sobre todo para un hombre de su tamaño.
Y cada vez los hacen más pequeños, pensó.
Cuando cerró los ojos, para disfrutar de un merecido momento de relajación, alguien empezó a tirar de sus botas.
—¡Sal de ahí, Jabba! —gritó una voz de mujer.
Midge me ha encontrado. Gruñó.
—¡Sal de ahí, Jabba!
Obedeció a regañadientes.
—¡Por el amor de Dios, Midge! Ya te dije… —Pero no era Midge. Jabba levantó la vista sorprendido—. ¿Soshi?
Soshi Kuta era una chica que pesaba cuarenta kilos. Era la mano derecha de Jabba, una técnica de Sys-Sec procedente del MIT. Solía trabajar hasta tarde con él, y era la única de su equipo a la que no parecía intimidar.
—¿Por qué demonios no contestas al teléfono, ni al mensaje que te envié al buscapersonas? —preguntó.
—Al buscapersonas —repitió Jabba—. Pensaba que era…
—Da igual. Algo raro está pasando en el banco de datos principal.
Jabba consultó su reloj.
—¿Raro? —Se sintió preocupado—. ¿Puedes ser más concreta?
Dos minutos después, Jabba corría por el pasillo hacia el banco de datos.