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Las horas de visita habían terminado en la Clínica de Salud Pública. Las luces del gimnasio estaban apagadas. Pierre Cloucharde dormía. No vio la figura encogida sobre él. La aguja de una jeringa robada centelleó en la oscuridad. Después desapareció en el tubo de la intravenosa fija a la muñeca de Cloucharde. La hipodérmica contenía 30 centímetros cúbicos de líquido limpiador robado del carrito de un conserje. Un fuerte pulgar empujó el émbolo de la jeringa y el líquido azulino pasó a la vena del anciano.
Cloucharde sólo estuvo despierto unos segundos. Habría chillado de pánico si una fuerte mano no le hubiera tapado la boca. Estaba atrapado en el catre bajo un peso en apariencia inamovible. Sintió la bolsa de fuego que subía por su brazo. Un dolor insoportable atravesó su axila, su pecho, y después, como un millón de fragmentos de vidrio, alcanzó su cerebro. Cloucharde vio un brillante destello de luz… y luego nada.
El visitante aflojó su presa y escudriñó en la oscuridad el nombre que constaba en la gráfica médica. Después salió en silencio.
En la calle, el hombre con las gafas de montura metálica movió la mano hacia un pequeño aparato sujeto a su cinturón. Era del tamaño de una tarjeta de crédito. Se trataba del prototipo del nuevo ordenador Monocle. Desarrollado por la Marina de Estados Unidos para ayudar a los técnicos a medir voltajes de baterías en compartimentos reducidos de submarinos, el ordenador en miniatura contenía un módem y los más recientes avances en microtecnología. La pantalla era de cristal líquido transparente, y estaba montada en la lente izquierda de unas gafas. El Monocle inauguraba toda una nueva era en ordenadores personales. El usuario podía ahora consultar los datos sin dejar de interactuar con el mundo que le rodeaba.
Lo mejor del Monocle no era su pantalla en miniatura, sino su sistema de entrada de datos. El usuario introducía la información mediante diminutos contactos fijos a las yemas de sus dedos. Tocar los contactos secuencialmente imitaba una taquigrafía similar a la estenografía judicial. Después el ordenador traducía los símbolos al inglés.
El asesino oprimió un diminuto interruptor, y sus gafas cobraron vida. Empezó a teclear en rápida sucesión. Un mensaje apareció ante sus ojos.
ASUNTO: P. CLOUCHARDE. LIQUIDADO
Sonrió. Transmitir la notificación de sus asesinatos formaba parte de su misión, pero incluir el nombre de la víctima…, eso, para el hombre de gafas con montura metálica, era elegancia. Sus dedos destellaron de nuevo y el módem se activó.
MENSAJE ENVIADO