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David Becker nunca había empuñado un arma, pero ahora lo estaba haciendo. El cuerpo de Hulohot yacía retorcido en la oscuridad de la escalera de la Giralda. Apoyó el cañón de la pistola contra la sien de su atacante y se arrodilló con cautela. Un solo movimiento, y dispararía. Pero Hulohot no se movió. Estaba muerto.
Becker soltó la pistola y se derrumbó en la escalera. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Las reprimió. Sabía que ya tendría tiempo para los sentimientos más adelante. Ahora había llegado el momento de volver a casa. Intentó incorporarse, pero estaba demasiado cansado para moverse. Estuvo sentado durante mucho rato sobre la escalera de piedra.
Estudió el cuerpo desmadejado tendido ante él con aire ausente. Los ojos del asesino empezaban a adquirir un aspecto vidrioso, no miraban a nada en concreto. Era increíble, pero las gafas del muerto estaban intactas. Eran unas gafas extrañas, pensó Becker, con un cable que sobresalía por debajo de la patilla y continuaba hasta una especie de cartera sujeta al cinturón. Estaba demasiado exhausto para sentir curiosidad.
Mientras estaba sentado en la escalera y se serenaba, desvió la vista hacia el anillo que llevaba en el dedo. Ya podía ver un poco mejor y pudo por fin leer la inscripción. Tal como había sospechado, no estaba en inglés. Contempló la inscripción un largo momento, y después frunció el ceño. ¿Valía la pena matar por esto?
El sol de la mañana era cegador cuando Becker salió por fin al patio delante de la Giralda. El dolor del costado se había calmado y su vista estaba recuperando la normalidad. Permaneció inmóvil un momento, aturdido, disfrutando de la fragancia de los naranjos en flor. Después empezó a cruzar el patio con parsimonia.
Cuando se alejaba de la torre, una furgoneta frenó cerca. Dos hombres descendieron. Eran jóvenes y vestidos con uniforme militar. Se abalanzaron sobre él con la rígida precisión de máquinas bien engrasadas.
—¿David Becker? —preguntó uno.
Él se detuvo en seco, asombrado por el hecho de que supieran su nombre.
—¿Quiénes… quiénes son ustedes?
—Acompáñenos, por favor. Sin más dilación.
El encuentro poseía una cualidad irreal, algo que de nuevo puso nervioso a Becker. Retrocedió.
El hombre más bajo le miró con frialdad.
—Síganos, señor Becker. Ahora mismo.
Becker dio media vuelta para huir. Pero sólo dio un paso. Uno de los hombres sacó un arma. Se oyó un disparo.
Una cuchillada de dolor estalló en su pecho y luego se extendió hacia su cabeza. Sus dedos se pusieron rígidos y Becker se desplomó. Un instante después todo era negrura.