81

Becker se acercó con ojos llorosos a una cabina telefónica del vestíbulo. Pese a que el rostro le ardía y a una vaga sensación de náuseas, se sentía de mejor ánimo. Todo había terminado. De una vez por todas. Volvía a casa. El anillo que ahora llevaba en el dedo era el Grial que había ido a buscar. Alzó la mano a la luz y examinó la banda dorada. No pudo enfocar bien la vista para leer la inscripción, pero no parecía inglés. El primer símbolo era una Q, una O o un cero, pero le dolían demasiado los ojos para poder afirmarlo. Estudió los primeros caracteres. Carecían de lógica. ¿Y esto era un asunto de seguridad nacional?

Entró en la cabina y se dispuso a marcar el número de Strathmore. Antes de teclear el prefijo internacional, oyó una grabación. «Todas las líneas están ocupadas —dijo la voz. Haga el favor de colgar y volver a llamar dentro de unos instantes». Becker frunció el ceño y obedeció. Lo había olvidado: obtener una conexión internacional desde España era como jugar a la ruleta, cuestión de acertar el momento justo. Tendría que intentarlo de nuevo en unos cuantos minutos.

Procuró olvidar el escozor de los ojos. Megan le había dicho que frotárselos sólo empeoraría su situación, lo cual se le antojaba inimaginable. Impaciente, probó a llamar de nuevo. Igual. Ya no podía esperar más. Tenía que aliviar el ardor de los ojos con agua. Strathmore tendría que esperar unos minutos más. Medio ciego, se encaminó a los lavabos.

La imagen borrosa del carrito de la limpieza continuaba delante del lavabo de hombres, de modo que Becker se volvió hacia la puerta con el rótulo de SEÑORAS. Creyó oír ruido dentro. Llamó con los nudillos.

—¿Hola?

Silencio.

Debe de ser Megan, pensó. Le quedaban cinco horas para el vuelo, y había dicho que iba a frotarse de nuevo el brazo hasta limpiarlo.

—¿Megan? —llamó. No obtuvo ninguna respuesta. Golpeó con los nudillos de nuevo. Abrió la puerta—. ¿Hola?

Entró. No vio a nadie. Se encogió de hombros y caminó hacia el lavamanos.

Aún estaba asqueroso, pero el agua del grifo al menos salía fresca. Becker notó que se le contraían los poros de la cara cuando aplicó agua a los ojos. El dolor empezó a calmarse y la niebla se fue levantando poco a poco. Se miró en el espejo. Era como si llevara días llorando.

Se secó la cara con la manga de la chaqueta y de pronto tuvo un destello de lucidez. Con tanta agitación, había olvidado dónde estaba. ¡En el aeropuerto! En uno de los tres hangares privados del aeropuerto de Sevilla, un Learjet 60 estaba esperando para llevarle a casa. El piloto lo había dejado muy claro: Tengo órdenes de quedarme aquí hasta su regreso.

Costaba creer, pensó Becker, que después de tantas vicisitudes hubiera terminado en el mismo lugar donde todo había empezado. ¿A qué estoy esperando? ¡Estoy seguro de que el piloto podrá enviar un mensaje por radio a Strathmore!

Becker rió, se miró en el espejo y se arregló la corbata. Estaba a punto de irse cuando el reflejo de algo a su espalda le llamó la atención. Dio media vuelta. Parecía una punta de la bolsa de Megan que sobresalía de la puerta entreabierta del váter.

—¿Megan? —llamó. No obtuvo respuesta—. ¿Megan?

Se acercó. Llamó con los nudillos a la puerta del retrete. No hubo respuesta. Empujó la puerta. Se abrió.

Becker reprimió un grito de horror. Megan estaba sentada en el váter, con los ojos clavados en el techo. De un agujero de bala que perforaba el centro de su frente salía sangre que resbalaba sobre su rostro.

—¡Megan! —gritó aterrorizado.

—Está muerta —graznó detrás de él una voz apenas humana.

Era como un sueño. Becker se volvió.

—¿Señor Becker? —preguntó la siniestra voz.

Aturdido, contempló al hombre que había entrado en los lavabos. Le pareció vagamente familiar.

—Soy Hulohot —dijo el asesino. Las palabras parecían surgir de su vientre. Extendió la mano—. El anillo.

Becker le miró sin comprender.

El hombre introdujo la mano en el bolsillo y extrajo una pistola. Alzó el arma y le apuntó a la cabeza.

—El anillo.

En un instante de lucidez, Becker experimentó una sensación desconocida hasta aquel momento. Como impulsados por algún instinto de supervivencia, todos los músculos de su cuerpo se tensaron al mismo tiempo. Voló por los aires cuando la bala salió disparada del arma. Cayó sobre Megan. Una bala estalló en la pared, detrás de él.

—¡Mierda! —siseó Hulohot. En el último instante, David Becker había esquivado la bala. El asesino avanzó.

Becker se levantó. Oyó pasos que se acercaban. Una respiración. Un arma al ser amartillada.

—Adiós —susurró el hombre cuando saltó como una pantera y apuntó el arma al interior del cubículo.

Se oyó un disparó. Un destello rojo. Pero no era sangre. Era otra cosa. Un objeto se había materializado como por arte de magia, golpeando al asesino en el pecho, lo cual provocó que la pistola disparara un segundo antes de tiempo. La bolsa de Megan.

Becker salió en tromba del retrete. Hundió el hombro en el pecho del asesino y le empujó contra el lavabo. Se oyó el crujido de huesos al romperse. Un espejo se astilló. La pistola cayó. Los dos hombres rodaron por el suelo. Becker corrió hacia la salida, Hulohot se apoderó de su arma, se volvió y disparó. La bala atravesó la puerta de los lavabos.

El vacío vestíbulo del aeropuerto se le antojó a Becker un desierto infranqueable. Sus piernas se movían con más rapidez que nunca.

Cuando entró en la puerta giratoria, un disparo sonó a su espalda. El panel que tenía delante explotó en una lluvia de cristales. Becker empujó y la puerta giró hacia adelante. Un momento después, salió al exterior dando tumbos.

Un taxi estaba esperando.

—¡Déjeme entrar! —chilló Becker al tiempo que golpeaba con los puños la puerta cerrada.

El conductor se negó. El cliente de las gafas con montura de acero le había pedido que esperara. Becker se volvió y vio que Hulohot atravesaba corriendo el vestíbulo, pistola en mano. Divisó la pequeña Vespa en la acera. Estoy muerto.

Hulohot salió por la puerta giratoria justo a tiempo de ver a Becker intentando poner en marcha la moto sin éxito. Sonrió y alzó la pistola.

¡La llave de paso de la gasolina! Becker manipuló una palanca situada debajo del depósito de gasolina. Le dio al pedal de arranque de nuevo. El motor tosió y no arrancó.

—El anillo.

La voz estaba cerca.

Becker alzó la vista. Vio el cañón de una pistola. Pisó el pedal de arranque de nuevo.

La bala de Hulohot falló por poco la cabeza de Becker, cuando la moto cobró vida y saltó hacia adelante. Becker se aferró a la Vespa cuando aterrizó sobre un terraplén cubierto de hierba, dobló la esquina del edificio y salió a la pista.

Hulohot, enfurecido, corrió hacia el taxi que esperaba. Segundos después, el perplejo conductor vio desde el bordillo que su taxi se alejaba entre una nube de polvo.

La fortaleza digital
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