60
Dos Tonos se internó en el corredor espejado que conducía desde el patio al aire libre hasta la pista de baile. Cuando se volvió para mirarse el imperdible en el reflejo, vio una figura que se cernía detrás de él. Se dio la vuelta, pero fue demasiado tarde. Dos brazos fuertes como rocas le aplastaron contra el cristal.
El punki se resolvió.
—¿Eduardo? ¿Eres tú, tío? —Dos Tonos sintió que una mano resbalaba sobre su billetero, antes de que la figura se apoyara con firmeza sobre su espalda—. ¡Eddie! —gritó—. ¡Deja de hacer tonterías! Un tío anda buscando a Megan.
Su atacante le sujetó con firmeza.
—¡Corta el rollo, Eddie!
Pero cuando Dos Tonos miró el espejo vio que no se trataba de su amigo.
Era un tipo con la cara picada de viruela y surcada por cicatrices. Dos ojos sin vida le miraban como carbones desde detrás de unas gafas con montura metálica. El hombre se inclinó hacia adelante y aplicó la boca al oído de Dos Tonos.
—¿Adonde fue? —dijo una voz extraña en tono estrangulado. Hablaba de una forma peculiar, como sin articular bien las palabras.
El punki se quedó paralizado de miedo.
—¿Adonde fue? —repitió la voz—. El americano.
—Al… aeropuerto —tartamudeó Dos Tonos.
—¿Al aeropuerto? —repitió el hombre, y sus ojos oscuros miraron los labios de Dos Tonos en el espejo.
El punki asintió.
—¿Tenía el anillo?
Dos Tonos negó aterrorizado con la cabeza.
—No.
—¿Viste el anillo?
Dos Tonos pensó. ¿Cuál sería la respuesta correcta?
—¿Viste el anillo? —preguntó la voz ahogada.
Dos Tonos asintió, con la esperanza de que la sinceridad recibiría su premio. No fue así. Segundos después cayó al suelo con el cuello roto.