18
Numataka, de pie ante un enorme ventanal de su rascacielos de Tokio, dio una larga calada a su puro y sonrió para sí. Apenas podía dar crédito a su buena suerte. Había vuelto a hablar con el norteamericano, y si todo marchaba de acuerdo con lo previsto, Ensei Tankado ya habría sido eliminado, y le habían confiscado su copia de la clave de acceso.
Era irónico, pensó Numataka, que fuera él quien acabara en posesión de la clave de acceso de Ensei Tankado. Tokugen Numataka había conocido a Tankado muchos años antes. El joven programador había acudido a Numatech Corp., recién salido de la universidad, en busca de empleo. Numataka le había rechazado. No cabía duda de que Tankado era brillante, pero en aquel tiempo existían otras consideraciones. Si bien Japón estaba cambiando, Numataka se había educado en la vieja escuela. Vivía según el código del menboko: honor y apariencia. La imperfección no se toleraba. Si contrataba a un lisiado, avergonzaría a su empresa. Había tirado el curriculum de Tankado sin ni siquiera echarle un vistazo.
Volvió a consultar su reloj. El norteamericano, Dakota del Norte, ya tendría que haber llamado. Numataka sintió una punzada de nerviosismo. Confió en que nada se hubiera torcido.
Si las claves de acceso eran lo que le habían prometido, desencriptarían el software más deseado de la era informática, un algoritmo de encriptación digital invulnerable. Numataka grabaría el algoritmo en chips a prueba de falsificaciones y los distribuiría a fabricantes de computadores, gobiernos, industrias y, tal vez, a los mercados prohibidos…, el mercado negro del terrorismo mundial.
Numataka sonrió. Daba la impresión de que, como de costumbre, había recibido el favor de las sichigosan, las siete deidades de la buena suerte. Numatech Corp. estaba a punto de controlar la única copia de fortaleza digital existente. Veinte millones de dólares era mucho dinero, pero teniendo en cuenta el producto, era el robo del siglo.