30

El Alfonso XIII era un pequeño hotel de cuatro estrellas apartado de la Puerta de Jerez, y rodeado por una gruesa verja de hierro forjado y de lilas. David subió la escalinata de mármol. Cuando llegó a la puerta, ésta se abrió como por arte de magia y un botones le franqueó el paso.

—¿Equipaje, señor? ¿Puedo ayudarle?

—No, gracias. Voy a recepción.

El botones se mostró dolido, como si su encuentro de dos segundos no hubiera sido satisfactorio.

—Por aquí, señor.

Guió a Becker hasta el vestíbulo, señaló la recepción y se marchó a toda prisa.

El vestíbulo era exquisito, pequeño y amueblado con elegancia. La Edad de Oro de España había quedado muy atrás, pero durante un tiempo, a mediados del siglo XVI, esta pequeña nación había gobernado el mundo. La sala era un orgulloso recordatorio de esa época: armaduras, grabados militares y vitrinas con lingotes de oro del Nuevo Mundo.

Detrás del mostrador, en el que un rótulo anunciaba CONSERJE, había un hombre apuesto e impecablemente vestido, con una sonrisa tan ansiosa como si hubiera estado esperando toda la vida a prestar su ayuda.

—¿En qué puedo servirle, señor?

Hablaba con un ceceo pronunciado, y miró a Becker de arriba abajo.

El contestó en español.

—He de hablar con Manuel.

La sonrisa del hombre bronceado se hizo más amplia todavía.

—Sí, sí, señor, yo soy Manuel. ¿Qué desea?

—El señor Roldan, de Acompañantes Belén, me ha dicho que usted…

El recepcionista silenció a Becker con un ademán y paseó una mirada nerviosa a su alrededor.

—Acompáñeme. —Le condujo hasta el extremo del mostrador—. Bien —susurró—, ¿en qué puedo ayudarle?

Becker empezó de nuevo, y esta vez bajó la voz.

—He de hablar con una de sus chicas. Creo que está cenando aquí. Se llama Rocío.

El recepcionista expulsó el aliento, como abrumado.

—Ah, Rocío… Una hermosa criatura.

—He de verla de inmediato.

—Pero está con un cliente, señor.

Becker asintió con expresión compungida.

—Es importante.

Un asunto de seguridad nacional.

El recepcionista meneó la cabeza.

—Imposible. Tal vez si deja un…

—Sólo será un momento. ¿Está en el comedor?

El recepcionista negó con la cabeza.

—El comedor cerró hace media hora. Temo que Rocío y su invitado ya se habrán retirado. Si quiere dejar un mensaje, se lo entregaré por la mañana.

Indicó la fila de casillas numeradas para mensajes que había detrás de él.

—Si pudiera llamar a su habitación y…

—Lo siento —dijo el recepcionista, cuya cortesía se estaba evaporando—. La política del Alfonso XIII es muy estricta en lo concerniente a la intimidad de los clientes.

Becker no tenía la menor intención de esperar diez horas a que un gordo y una prostituta bajaran a desayunar.

—Lo comprendo —dijo—. Siento molestarle.

Dio media vuelta y se alejó hacia el vestíbulo. Se encaminó sin vacilar a una mesa de cerezo que había visto al entrar, encima de la cual descansaban postales y artículos de escritorio del Alfonso XIII, así como bolígrafos y sobres. Becker metió una hoja de papel en blanco dentro de un sobre y escribió una palabra en el sobre.

ROCÍO.

Después volvió a la recepción.

—Siento molestarle de nuevo —dijo Becker en tono tímido—. Sé que parece una tontería, pero quería decirle en persona a Rocío lo bien que lo pasé con ella el otro día. Lo que ocurre es que me voy de la ciudad esta noche. Le dejaré una nota.

Becker dejó el sobre encima del mostrador.

El recepcionista miró el sobre. Otro heterosexual enamorado, pensó. Qué desperdicio. Alzó la vista y sonrió.

—Naturalmente, señor…

—Buisán —dijo Becker—. Miguel Buisán.

—No se preocupe, señor Buisán. Me ocuparé de que Rocío lo reciba por la mañana.

—Gracias.

Becker sonrió e hizo ademán de marcharse.

El recepcionista, después de regodearse discretamente con el trasero del supuesto señor Buisán, recogió el sobre y se volvió hacia la hilera de casillas numeradas que tenía detrás. Justo cuando el hombre metía el sobre en una casilla, Becker se volvió con una última pregunta.

—¿Dónde puedo coger un taxi?

El recepcionista se volvió y contestó, pero Becker no necesitó oír su respuesta. Había elegido el momento perfecto. La mano del recepcionista emergía de una casilla con el rótulo Suite 301.

Le dio las gracias y se alejó con parsimonia en busca de un ascensor.

Ir y volver, se dijo a sí mismo.

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