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Hulohot salió de los aposentos del cardenal Guerra a la luz cegadora del sol. Se cubrió los ojos y maldijo. Estaba en un pequeño patio exterior de la catedral, bordeado por un alto muro de piedra, la cara oeste de la torre de la Giralda, y dos verjas de hierro forjado. La puerta estaba abierta. Daba a la plaza, que se encontraba desierta. A lo lejos se veían los muros del barrio de Santa Cruz. Becker no había podido alejarse tanto. Hulohot examinó el patio. Está aquí. ¡Por fuerza!
El patio el Jardín de los Naranjos era famoso en Sevilla por sus veinte naranjos, sobre todo cuando florecían. Los árboles tenían fama en Sevilla de ser el origen de la mermelada inglesa. Un comerciante inglés del siglo XVIII había comprado tres docenas de barriles de naranjas a la catedral de Sevilla, pero cuando llegó a Londres descubrió que la fruta poseía un sabor amargo. Intentó fabricar mermelada a partir de las cortezas y terminó añadiendo libras de azúcar para que resultara comestible. Había nacido la mermelada de naranja.
Hulohot avanzó con la pistola preparada. Los árboles eran viejos y el follaje había invadido sus troncos. Era imposible alcanzar las ramas inferiores y los troncos no ofrecían refugio alguno. El asesino comprobó enseguida que el patio estaba vacío. Alzó la vista. La Giralda.
La entrada a la escalera de caracol de la Giralda estaba cerrada por una cuerda y un pequeño letrero de madera. La cuerda colgaba inmóvil. Los ojos de Hulohot recorrieron la torre de ciento veinticinco metros, y al instante se dio cuenta de que la idea era ridícula. Becker no podía ser tan estúpido. La escalera de caracol conducía a un recinto cuadrado de piedra. En las paredes había aspilleras desde las cuales se podía contemplar la vista de la ciudad, pero no había forma de escapar.
David Becker subió los últimos peldaños empinados y entró sin aliento en un pequeño recinto. Las paredes eran muy altas y tenían rendijas estrechas. No había salida.
El destino no había sido misericordioso con él esa mañana. Cuando salió corriendo de la catedral al patio al aire libre, la chaqueta se le enganchó en el picaporte de la puerta, lo que le frenó en seco e hizo que trastabillara. Becker salió al sol cegador y perdió el sentido de la orientación. Cuando alzó la vista, corría en dirección a una escalera. Saltó sobre la cuerda y empezó a subir. Cuando se dio cuenta de adonde conducía, era ya demasiado tarde.
Recobró el aliento en la celda de confinamiento. Le dolía el costado. Franjas estrechas de sol entraban por las aberturas de la pared. Miró hacia abajo. El hombre de las gafas con montura metálica estaba examinando la plaza de espaldas a Becker. Éste se puso delante de una rendija para ver mejor. Cruza la plaza, suplicó.
La sombra de la Giralda caía sobre la plaza como una secuoya gigantesca. Hulohot la siguió con la vista. En el extremo más alejado, tres rendijas de luz dibujaban nítidos rectángulos sobre los adoquines. La sombra de un hombre acababa de tapar uno de dichos rectángulos. Sin molestarse en mirar hacia lo alto de la torre, Hulohot se volvió y corrió hacia la escalera de la Giralda.