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—¿A que ha sido fácil? —dijo Midge con una sonrisa burlona cuando Brinkerhoff le entregó la llave de la oficina de Fontaine.
El hombre parecía abatido.
—Borraré todo antes de irme —prometió Midge—. A menos que tu mujer y tú queráis una copia para vuestra colección particular.
—Recoge el maldito listado —masculló Brinkerhoff—. ¡Y luego lárgate!
—Sí, señor —dijo Midge con acento portorriqueño. Guiñó un ojo y se dirigió a las puertas dobles de Fontaine.
La oficina privada de Leland Fontaine no se parecía en nada al resto de la suite de dirección. No había cuadros, butacas mullidas, ficus ni relojes antiguos. Era un espacio pensado para la eficacia. El escritorio con sobre de cristal y la butaca de cuero negro estaban colocados frente a la enorme ventana panorámica. Había tres archivadores en una esquina, junto a una mesita con una cafetera francesa. La luna se había alzado sobre Fort Meade, y una luz suave se filtraba por la ventana, lo cual acentuaba la austeridad de los muebles del director.
¿Qué estoy haciendo?, se preguntó Brinkerhoff.
Midge se dirigió a la impresora y recogió el listado. Forzó la vista en la oscuridad.
—No puedo leer los datos —se quejó—. Enciende las luces.
—Léelo fuera. Vámonos.
Pero ella, por lo visto, se lo estaba pasando en grande. Para jugar con Brinkerhoff, caminó hasta la ventana y colocó la hoja en diversos ángulos para leer mejor.
—Midge…
La mujer siguió leyendo.
Él se removió inquieto en el umbral.
—Venga, Midge. Es la oficina del director.
—Tiene que estar aquí —murmuró ella mientras estudiaba el papel—. Strathmore se saltó Manopla, lo sé.
Se acercó más a la ventana.
Brinkerhoff empezó a sudar. Ella siguió leyendo.
Al cabo de unos momentos lanzó una exclamación.
—¡Lo sabía! ¡Strathmore lo hizo! ¡Ya lo creo! ¡El muy idiota! —Levantó el papel y lo agitó—. ¡Se saltó Manopla! ¡Echa un vistazo!
Él la miró confuso un momento y después atravesó corriendo la oficina del director. Se detuvo al lado de Midge, delante de la ventana. Ella señaló el final del listado.
Brinkerhoff leyó con incredulidad.
—¿Qué…?
La hoja contenía una lista de los últimos treinta y seis archivos que habían entrado en Transltr. Después de cada archivo había un código de autorización de Manopla de cuatro cifras. Sin embargo, el último archivo de la hoja carecía de código de autorización. Sólo rezaba: DESVÍO MANUAL.
¡Dios mío!, pensó Brinkerhoff. Midge ataca de nuevo.
—¡El muy idiota! —soltó ella, rabiosa—. ¡Mira esto! ¡Manopla rechazó el archivo dos veces! ¡Cadenas de mutación! ¡Y él se lo saltó! ¿En qué estaría pensando?
Brinkerhoff sintió que las rodillas le fallaban. Se preguntó por qué Midge siempre tenía razón. Ninguno de los dos había reparado en el reflejo que había aparecido en la ventana, a su lado. Una enorme figura se materializó en la puerta abierta del despacho de Fontaine.
—Joder —dijo Brinkerhoff con voz estrangulada—. ¿Crees que tenemos un virus?
Midge suspiró.
—No puede ser otra cosa.
—¡Puede que no sea asunto suyo! —resonó una voz profunda detrás de ellos.
Ella se dio un golpe en la cabeza contra la ventana. Brinkerhoff saltó sobre la silla del director y se volvió hacia la voz. Reconoció al instante la silueta.
—¡Director! —exclamó. Se lanzó hacia adelante con la mano extendida—. Bienvenido, señor.
El enorme hombre no le hizo caso.
—Pensaba, pensaba… —masculló Brinkerhoff al tiempo que retiraba la mano— que estaba usted en Suramérica.
Leland Fontaine miró a su ayudante con ojos como balas.
—Sí, lo estaba, pero ya he vuelto.