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—¡Pues busque otra vez! —gritó Fontaine.
El director vio decepcionado que los dos agentes registraban los dos cuerpos inmóviles, en busca de una lista de números y letras.
Jabba estaba pálido.
—¡Oh, Dios mío!, no lo encuentran. ¡Estamos acabados!
—¡Estamos perdiendo filtros FTP! —gritó una voz—. ¡El tercer escudo está expuesto!
Se produjo una nueva oleada de actividad.
En la pantalla, el agente del pelo corto extendió los brazos en señal de derrota.
—Señor, la clave de acceso no está aquí. Hemos registrado a ambos hombres. Bolsillos. Ropa. Carteras. Ni rastro. Hulohot llevaba encima un ordenador Monocle, y también lo hemos analizado. No parece que haya enviado en ningún momento algo parecido a una combinación de caracteres aleatorios. Tan sólo una lista de asesinatos.
—¡Maldita sea! —siseó Fontaine, que acababa de perder su frialdad acostumbrada—. ¡Tiene que estar ahí! ¡Sigan buscando!
Al parecer Jabba ya había visto bastante. Fontaine había jugado y perdido. Jabba tomó el control de la situación. El enorme técnico de Sys-Sec descendió de su pulpito como una tormenta desde una montaña. Se abrió paso entre su ejército de programadores mientras lanzaba órdenes.
—¡Empezad a desconectar los sistemas auxiliares! ¡Empezad a cerrarlos! ¡Ya!
—¡Nunca lo conseguiremos! —chilló Soshi—. ¡Necesitaremos media hora! ¡Cuando consigamos cerrarlos, ya será demasiado tarde!
Jabba abrió la boca para contestar, pero un chillido de dolor procedente del fondo de la sala le interrumpió.
Todo el mundo se volvió. Susan Fletcher se había levantado, blanca como un cadáver, los ojos clavados en la imagen de David Becker, inmóvil y cubierto de sangre, incorporado sobre el suelo de la camioneta.
—¡Usted le mató! —gritó—. ¡Usted le mató! —Avanzó tambaleante hacia la imagen y extendió las manos—. David…
Todo el mundo alzó la vista. Susan siguió avanzando, sin dejar de gritar, los ojos clavados en el cuerpo de David.
—David —exclamó—. Oh, David… ¿Cómo han podido…?
Fontaine parecía confuso.
—¿Conoce a ese hombre?
Susan casi perdió el equilibrio cuando pasó ante el estrado. Se detuvo a pocos pasos de la enorme proyección y alzó la vista, perpleja y aturdida, sin dejar de gritar el nombre del hombre al que amaba.