73
David Becker experimentó la sensación de que le habían lanzado aguarrás a la cara y le habían prendido fuego. Rodó por el suelo y alcanzó a ver borrosamente que la chica estaba a mitad de camino de las puertas giratorias. Corría aterrorizada, arrastrando la bolsa sobre las baldosas. Becker intentó levantarse, pero fue incapaz. Estaba cegado por llamas al rojo vivo. ¡No puede marcharse!
Intentó gritar, pero no había aire en sus pulmones, tan sólo un dolor lacerante.
—¡No!
Tosió. El sonido ahogado apenas salió de sus labios.
Sabía que, en cuanto la muchacha saliera por la puerta, no la volvería a ver. Intentó llamarla de nuevo, pero le dolía mucho la garganta. Sentía que le quemaba.
La chica casi había llegado a las puertas giratorias. Becker se puso en pie con un esfuerzo, jadeando en busca de aliento. Corrió tras ella dando tumbos. La muchacha entró en el primer compartimiento de la puerta giratoria, arrastrando la bolsa de lona.
—¡Espera! —le gritó boqueando—. ¡Espera!
Megan se coló en la puerta. Ésta empezó a girar, pero luego se atascó. Se volvió, presa del pánico, y vio que una esquina de la bolsa se había enganchado en la abertura. Se arrodilló y tiró con furia para liberarla.
Becker clavó la vista en la parte de la bolsa que sobresalía de la puerta. Sólo podía ver la esquina roja de nailon que sobresalía. Voló hacia ella con los brazos extendidos.
Cuando sus manos estaban a unos centímetros de distancia, la bolsa se deslizó por la rendija y desapareció. Sus dedos acuchillaron el aire, mientras la puerta giraba. La chica y la bolsa salieron al exterior.
—¡Megan! —gritó Becker cuando cayó al suelo. Agujas al rojo vivo perforaban sus globos oculares. Una nueva oleada de náuseas se apoderó de él. Su voz resonó en la negrura. ¡Megan!
David Becker no estaba seguro de cuánto tiempo llevaba tendido, cuando tomó conciencia del zumbido de las luces fluorescentes. Todo lo demás era silencio. Escuchó una voz. Alguien hablaba. Intentó levantar la cabeza del suelo. El mundo parecía acuoso. Otra vez la voz. Forzó la vista y vio una figura a veinte metros de distancia.
—¿Señor?
Becker reconoció la voz. Era la chica. Estaba parada ante otra entrada del vestíbulo, aferrando la bolsa contra su pecho. Parecía más asustada que antes.
—¿Señor? —repitió con voz temblorosa—. Yo no le he dicho mi nombre. ¿Cómo sabe cómo me llamo?