45

David Becker caminaba sin rumbo por la avenida del Cid e intentaba ordenar sus ideas. Las sombras apagadas jugueteaban sobre los adoquines que pisaba. Aún estaba bajo los efectos del vodka. Todo en su vida le parecía trastocado. Pensó en Susan, y se preguntó si ya habría recibido su mensaje telefónico.

Un autobús del servicio de transporte público de Sevilla frenó y se detuvo ante una parada. Becker levantó la vista. Las puertas se abrieron, pero no bajó nadie. El motor volvió a cobrar vida con un bramido, y justo cuando el vehículo se puso en movimiento, tres adolescentes salieron de un bar y corrieron detrás de él, chillando y agitando los brazos. El autobús se detuvo y el trío se apresuró para no perderlo.

A unos treinta metros de distancia, Becker contemplaba la escena con absoluta incredulidad. Fijó la vista en el grupo, pero sabía que lo que estaba viendo era imposible. Una posibilidad entre un millón.

Estoy alucinando.

Cuando las puertas del autobús se abrieron, los adolescentes se apretujaron para subir. La vio de nuevo. Esta vez estuvo seguro. La había visto, iluminada a la luz de la farola de la esquina.

El trío subió, y el motor del autobús rugió de nuevo. Repentinamente, Becker empezó a correr, con aquella imagen extravagante grabada en su mente: lápiz de labios negro, sombra de ojos grotesca, y aquel peinado, con el pelo distribuido en tres tiesas agujas diferentes. Rojo, blanco y azul.

Cuando el autobús empezó a moverse, una nube de monóxido de carbono lo envolvió.

—¡Espera! —gritó, mientras corría detrás del autobús.

Sus mocasines rojo oscuro apenas rozaban el pavimento, aunque la agilidad desarrollada tras años de jugar squash no le acompañaba. Sentía que perdía el equilibrio. A su cerebro le costaba controlar el ritmo de sus pies. Maldijo al camarero y el jet lag.

El autobús era uno de los de motor diesel más viejos de Sevilla, y por suerte para Becker el desarrollo de la primera marcha era largo y arduo. Vio que la distancia disminuía. Sabía que tenía que alcanzar el autobús antes de que el chofer cambiara de marcha.

Los tubos de escape lanzaron una nube de humo espeso cuando el conductor se dispuso a meter la segunda. Becker se colocó a la altura del parachoques trasero y se desvió un poco a la derecha. Corrió en paralelo con el vehículo. Vio las puertas traseras abiertas de par en par, como en todos los autobuses de Sevilla: aire acondicionado barato.

Clavó la vista en la abertura, sin hacer caso del dolor de sus piernas. Los neumáticos chirriaban cada vez más. Se lanzó hacia la puerta, pero no consiguió agarrar la manija y estuvo a punto de perder el equilibrio. El embrague del autobús produjo un chasquido cuando el conductor se preparó para cambiar de marcha.

¡Va a cambiar! ¡No lo conseguiré!

Pero justo antes de que entrara la segunda, el autobús disminuyó un poco la velocidad. Becker se precipitó y los dedos de su mano sujetaron firmemente la manija. Casi se le dislocó el hombro cuando el vehículo aceleró con fuerza y se vio catapultado sobre la plataforma.

David Becker estaba derrumbado sobre el suelo de la puerta del autobús. El pavimento se deslizaba raudo a escasos centímetros de él. Ya estaba sobrio. Le dolían las piernas y el hombro. Se puso en pie, tembloroso, y distinguió a pocos pasos, en el lóbrego interior del vehículo, las tres púas de pelo.

¡Rojo, blanco y azul! ¡Lo he logrado!

Por la mente de Becker desfilaron imágenes del anillo, del Lear-jet 60 que le esperaba y de Susan.

Cuando llegó a la altura de la chica, mientras se preguntaba qué iba a decirle, el autobús pasó bajo una farola, que iluminó por un instante la cara de la punki.

La miró horrorizado. El maquillaje estaba aplicado sobre una barba de varios días. No era una chica, sino un chico. Un aro de plata le perforaba el labio superior y debajo de la chaqueta de cuero negra no llevaba camisa.

—¿Qué coño quieres? —preguntó la voz ronca. Su acento era de Nueva York.

Desorientado, como en una caída libre en cámara lenta, Becker miró a los pasajeros que le contemplaban. Todos eran punkis. Al menos la mitad tenían el pelo rojo, blanco y azul.

—¡Siéntate! —chilló el conductor.

Becker estaba demasiado aturdido para oírle.

—¡Siéntate! —repitió el hombre.

Se volvió hacia la cara irritada del retrovisor. Pero había esperado demasiado.

El chofer, irritado, pisó los frenos. Becker sintió que su peso se desplazaba. Buscó el respaldo de un asiento, pero falló. Por un instante surcó los aires. Después aterrizó sobre el suelo mugriento.

En la avenida del Cid, una figura se desgajó de las sombras. Ajustó sus gafas con montura metálica y siguió con la vista el autobús que se alejaba. David Becker había escapado, pero por poco tiempo. De todos los autobuses de Sevilla, el señor Becker acababa de subir al infame 27.

El 27 sólo tenía un destino.

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