23

Susan estaba sola en el lujoso entorno de Nodo 3. Sostenía en las manos un té al limón y esperaba un correo electrónico con la dirección que el rastreador había encontrado.

Como jefa de criptografía, Susan disfrutaba de la terminal mejor situada. Estaba en la parte posterior del anillo de computadores, de cara a la planta de Criptografía. Desde este lugar, Susan podía supervisar todo Nodo 3. También podía ver, al otro lado del cristal unidireccional, a Transltr, en el centro de la planta.

Consultó el reloj. Llevaba esperando casi una hora. Por lo visto, American Remailers Anonymous estaba tomándose su tiempo para reenviar el correo de Dakota del Norte. Exhaló un profundo suspiro. Pese a sus esfuerzos por olvidar la conversación matutina con David, las palabras se repetían una y otra vez en su cabeza. Sabía que había sido dura con él. Rezó para que estuviera bien en España.

El siseo de las puertas de cristal interrumpió sus pensamientos. Alzó la vista y lanzó un gemido. El criptógrafo Greg Hale estaba en la puerta.

Greg Hale era alto y musculoso, de espesa cabellera rubia y hoyuelo en la barbilla. Era ruidoso y vestía con una elegancia exagerada. Sus compañeros le llamaban «Halita», por el mineral. Hale siempre había dado por sentado que se trataba de una gema rara, como su excepcional intelecto y su magnífico físico. Si su ego le hubiera permitido consultar una enciclopedia, habría descubierto que no era nada más que el residuo salino que quedaba cuando los océanos se secaban.

Como todos los criptógrafos de la NSA, Hale ganaba un buen sueldo, y la verdad era que le costaba no hacer ostentación de ello. Conducía un Lotus blanco de techo transparente y con un equipo de sonido ensordecedor. Era un obseso de los gadgets, y su coche era todo un muestrario: había instalado un sistema de posicionamiento global, cerraduras de puertas activadas por voz, un inhibidor de señales de radar y un sistema de fax y teléfono para estar siempre en contacto con sus contestadores automáticos. Su vanidosa matrícula rezaba MEGABITS, y estaba enmarcada en neón violeta.

Greg Hale había sido rescatado de una infancia delictiva por la Infantería de Marina de Estados Unidos. Fue allí donde aprendió informática. Era uno de los mejores programadores que el cuerpo había tenido, ante él se abría la perspectiva de una distinguida carrera militar, pero dos días antes de terminar su tercer período de servicio, su futuro cambió de repente. Hale mató sin querer a un compañero en una pelea de borrachos. El arte coreano de la autodefensa, el taekwondo, demostró ser más mortal que defensivo. Fue expulsado de la Infantería de Marina.

Tras una breve estancia en la cárcel, Halita empezó a buscar trabajo de programador en el sector privado. Siempre confesaba el incidente, y ofrecía a sus empleadores en potencia un mes de trabajo sin sueldo para demostrar su valía. No le faltaron los novios, y en cuanto descubrían de lo que era capaz con un computador, no querían soltarle.

A medida que iba acumulando experiencia, Hale empezó a establecer contactos a través de Internet por todo el mundo. Pertenecía a la nueva casta de ciberchiflados con amigos vía correo electrónico en todos los países, y participaba activamente en grupos de chat europeos. Había sido despedido de dos empresas diferentes por utilizar las cuentas de los propietarios para enviar fotos pornográficas a algunos de sus amigos.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Hale desde la puerta. Era evidente que no esperaba compartir Nodo 3 con nadie.

Susan se obligó a conservar la calma.

—Es sábado, Greg. Yo podría hacerte la misma pregunta.

No obstante, ella sabía por qué había ido Greg. Era un adicto a la informática. Pese a la norma de los sábados, solía colarse en Criptografía los fines de semana para utilizar la potencia informática sin rival de la NSA y probar nuevos programas en los que estaba trabajando.

—Sólo quería retocar unas cosas y echar un vistazo a mi correo electrónico —dijo Hale. La miró con curiosidad—. ¿Qué has dicho que estabas haciendo?

—No lo he dicho —replicó Susan.

Hale arqueó una ceja con suspicacia.

—No hace falta ir con rodeos. En Nodo 3 no tenemos secretos, ¿te acuerdas? Todos para uno y uno para todos.

Susan bebió su té al limón y no le hizo caso. Hale se encogió de hombros y se encaminó hacia la despensa, que siempre era su primera parada. Mientras cruzaba la sala, exhaló un profundo suspiro y examinó con descaro las piernas de Susan. Sin levantar la vista, ella recogió las piernas y siguió trabajando. Hale sonrió burlonamente.

Susan se había acostumbrado a los acosos de Hale. Su frase favorita se refería a «interfacear» para comprobar su mutua compatibilidad. A ella se le revolvía el estómago. Por orgullo se negaba a presentar una queja a Strathmore. Era mucho más sencillo ignorarle.

Hale se acercó a la despensa de Nodo 3 y abrió las puertas. Sacó un contenedor de tofu y se metió unos pedazos de sustancia blanca gelatinosa en la boca. Después se apoyó contra la cocina y alisó sus pantalones grises Bellvienne y su camisa bien planchada.

—¿Vas a estar mucho rato?

—Toda la noche —dijo ella.

—Mmm… —ronroneó Hale con la boca llena—. Un agradable sábado en el Corralito, solos los dos.

—Solos los tres —corrigió Susan—. El comandante Strathmore está arriba. Tal vez sería mejor que desaparecieras antes de que te vea.

Hale se encogió de hombros.

—Tu presencia no parece molestarle. Debe disfrutar de tu compañía.

Susan se obligó a guardar silencio.

Hale sonrió y guardó el tofu. Después cogió una botella de aceite de oliva virgen y dio unos sorbos. Era un fanático de la salud, y afirmaba que el aceite de oliva limpiaba su intestino delgado. Cuando no estaba invitando a zumo de zanahoria al resto del personal, se dedicaba a pregonar las virtudes de mantener limpio el tracto intestinal.

Devolvió a su sitio el aceite de oliva y fue hacia su terminal, que estaba justo delante de la de Susan. Pese a la distancia, ella percibió el olor de su colonia. Arrugó la nariz.

—Estupenda colonia, Greg. ¿Te pones todo el frasco?

Hale encendió su terminal.

—Sólo para ti, querida.

Mientras él esperaba a que el sistema se inicializara, Susan tuvo una idea inquietante. ¿Y si Hale accedía al monitor de control de Transltr? No existían motivos lógicos para ello, pero no obstante sabía que él no se tragaría cualquier burda historia sobre un diagnóstico que ocupaba a Transltr durante dieciséis horas. Hale exigiría saber la verdad, y Susan no tenía la menor intención de revelársela. No confiaba en Greg Hale. No era una persona idónea para la NSA. Ella se había opuesto a contratarle, pero la agencia no tenía otra alternativa. Hale había sido producto del control de daños.

El desastre Skipjack.

Cuatro años antes, en un esfuerzo por crear una norma única de encriptación de llave pública, el Congreso encargó a los mejores matemáticos del país, los de la NSA, que desarrollaran un nuevo algoritmo. El plan consistía en que el Congreso aprobara una legislación que convirtiera ese nuevo algoritmo en la norma de la nación, paliando así las incompatibilidades sufridas por las empresas que utilizaban diferentes algoritmos.

Por supuesto, pedir a la NSA que echara una mano para mejorar la encriptación de llave pública era como pedir a un condenado a muerte que cavase su propia tumba. Transltr aún no había sido concebido, y una norma de encriptación sólo contribuiría a extender la creación de códigos, dificultando todavía más el trabajo de la NSA.

La EFF comprendió este conflicto de intereses y presionó con vehemencia para que la NSA creara un algoritmo sencillo, algo que se pudiera desencriptar. Para aplacar estos temores, el Congreso anunció que cuando la NSA hubiera creado el algoritmo la fórmula sería hecha pública para que matemáticos de todo el mundo confirmaran su sencillez.

El equipo de criptografía de la NSA, al mando del comandante Strathmore, creó a regañadientes un algoritmo al que bautizaron Skipjack y lo presentaron al Congreso para su aprobación. Matemáticos de todo el mundo lo pusieron a prueba y se quedaron impresionados de forma unánime. Informaron de que se trataba de un potente algoritmo, y que sería una norma de encriptación soberbia. Pero tres días antes de que el Congreso votara la segura aprobación de Skipjack, un joven programador de los laboratorios Bell, Greg Hale, consternó al mundo cuando anunció que había encontrado una puerta trasera oculta en el algoritmo.

La puerta trasera consistía en unas pocas líneas de astuta programación que el comandante Strathmore había introducido en el algoritmo. Las había añadido con tal maestría que nadie, excepto Greg Hale, las había visto. Esta treta significaba que cualquier código creado con Skipjack podía ser desencriptado gracias a una clave de acceso secreta que sólo conocía la NSA. Strathmore había estado a punto de convertir la norma de encriptación propuesta a la nación en el mayor golpe de espionaje de la NSA. De no haber sido por Hale, la NSA poseería la llave maestra de todos los códigos creados en Estados Unidos.

La gente del mundo de la informática se sintió indignada. La EFF se lanzó sobre el escándalo como buitres, culpó al Congreso por su ingenuidad y proclamó que la NSA era la mayor amenaza para el mundo libre desde Hitler. La norma de encriptación había nacido muerta.

No constituyó ninguna sorpresa que la NSA contratara a Greg Hale días después. Strathmore consideraba más seguro tenerle de su lado dentro de la NSA que fuera, trabajando contra la organización.

El comandante plantó cara al escándalo de Skipjack sin pestañear. Defendió sus acciones con vehemencia ante el Congreso. Argumentó que el ansia de privacidad de los ciudadanos se volvería contra ellos. Insistió en que la gente necesitaba a alguien que la vigilara. La gente necesitaba que la NSA descifrara códigos para mantener la paz. Grupos como la EFF pensaban de manera muy distinta, y no habían parado de luchar contra él desde aquel momento.

La fortaleza digital
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