70
David Becker sintió que las piernas le fallaban. Miró a la chica que tenía delante de él y supo que su búsqueda había terminado. Se había lavado el pelo y cambiado de ropa, tal vez con la esperanza de tener mejor suerte a la hora de vender el anillo, pero no había subido al avión de Nueva York.
Becker se esforzó por conservar la frialdad. Su demencial viaje estaba a punto de terminar. Examinó los dedos de la chica. Estaban desnudos. Contempló su bolsa. Está ahí, pensó. ¡Tiene que estar!
Sonrió sin poder contener apenas su nerviosismo.
—Te parecerá un poco raro —dijo—, pero creo que tienes algo que yo necesito.
—¿Cómo?
Megan compuso una expresión vacilante.
Becker sacó su cartera.
—Te pagaré bien, por supuesto.
Empezó a elegir billetes.
Mientras Megan le miraba contar el dinero, lanzó una exclamación ahogada, como si no entendiera bien sus intenciones. Miró aterrada hacia las puertas giratorias calculando la distancia. Eran unos cincuenta metros.
—Puedo darte dinero suficiente para el billete de vuelta si…
—No lo diga —soltó Megan al tiempo que le dedicaba una sonrisa forzada—. Creo que sé muy bien lo que necesita.
Se agachó y empezó a buscar en su bolsa.
Becker sintió una oleada de esperanza. ¡Lo tiene!, se dijo. ¡Tiene el anillo! Ignoraba cómo sabía ella lo que quería, pero estaba demasiado cansado para pensar. Todos los músculos de su cuerpo se relajaron. Se imaginó entregando el anillo al sonriente subdirector de la NSA. Después Susan y él se revolcarían en la cama con dosel de Stone Manor y recuperarían el tiempo perdido.
Por fin la chica encontró lo que buscaba, su Pepper-Guard, el spray de autodefensa ecológico, hecho de una potente mezcla de cayena y guindillas. Con un veloz movimiento se incorporó y dirigió el chorro a los ojos de Becker. Agarró la bolsa y corrió hacia la puerta. Cuando miró hacia atrás, David Becker estaba retorciéndose en el suelo con las manos sobre la cara.