12

David Becker había asistido a funerales y visto cadáveres en ocasiones anteriores, pero éste era muy inquietante. No era un cuerpo tratado con el mayor respeto posible, acomodado en un ataúd forrado de seda. El cadáver desnudo yacía sobre una mesa de aluminio. En los ojos todavía no se reflejaba la mirada vacía y sin vida, sino que estaban clavados en el techo, paralizados en una mirada de terror y arrepentimiento.

—¿Dónde están los efectos personales del señor Tankado? —preguntó Becker en fluido castellano.

—Allí —contestó un teniente de dientes amarillentos. Señaló hacia un mostrador sobre el que descansaba la ropa y otras pertenencias del muerto.

—¿Es todo?

—Sí.

Becker pidió una caja de cartón. El teniente fue en busca de una.

Era sábado por la noche, y el depósito de cadáveres de Sevilla estaba cerrado al público. El joven teniente había dejado entrar a Becker obedeciendo órdenes directas del jefe de la Guardia Civil de Sevilla. Por lo visto, el visitante norteamericano tenía amigos poderosos.

Becker echó un vistazo a la pila de ropa. Había además un pasaporte, un billetero y unas gafas embutidas en un zapato. También una pequeña bolsa de mano que la policía había requisado en el hotel del fallecido. Las órdenes que le habían dado eran claras: no tocar nada. No leer nada. Llevárselo todo. Todo. Sin dejarse nada.

Becker inspeccionó la pila y frunció el ceño. ¿Qué iba a sacar en claro la NSA de todo aquello?

El teniente regresó con una caja pequeña, y Becker empezó a guardar la ropa dentro.

El agente hundió un dedo en la pierna del cadáver.

—¿Quién es?

—Lo ignoro.

—Parece chino.

Japonés, pensó Becker.

—Pobre desgraciado. Infarto, ¿eh?

Becker asintió con aire ausente.

—Eso me dijeron.

El teniente suspiró y meneó la cabeza con expresión contrita.

—El sol de Sevilla puede ser cruel. Vaya con cuidado mañana.

—Gracias —contestó Becker—, pero me vuelvo a casa.

El agente pareció sorprendido.

—¡Si acaba de llegar!

—Lo sé, pero el tipo que me ha pagado el viaje espera estos objetos.

El teniente se mostró ofendido como sólo un español puede hacerlo.

—¿Quiere decir que no va a conocer Sevilla?

—Estuve hace años. Una ciudad bonita. Me gustaría poder quedarme.

—¿Ha visto la Giralda?

Becker asintió. Nunca había subido a la antigua torre morisca, pero la había visto.

—¿Y el Alcázar?

Becker volvió a asentir, y recordó la noche que había visto tocar la guitarra a Paco de Lucía en el patio. Flamenco bajo las estrellas en una fortaleza del siglo XV. Ojalá hubiera conocido a Susan en aquel entonces.

—No olvidemos a Cristóbal Colón —sonrió el agente—. Está enterrado en nuestra catedral.

Becker alzó la vista.

—¿De veras? Pensaba que Colón estaba enterrado en la República Dominicana.

—¡No, qué va! ¿Quién propaga esos rumores? ¡Colón está enterrado aquí, en España! ¿No dijo que había ido a la universidad?

Becker se encogió de hombros.

—No debí de ir a clase ese día.

—La Iglesia española está muy orgullosa de sus reliquias.

La Iglesia española. Becker sabía que en España sólo había una Iglesia: la Iglesia católica romana. El catolicismo tenía más poder en ese país que en el Vaticano.

—No tenemos todo su cuerpo, claro está —añadió el teniente—. Sólo el escroto.

Becker dejó de guardar la ropa y miró al hombre. ¿Sólo el escroto? Reprimió una sonrisa.

—¿Sólo el escroto?

El agente asintió con orgullo.

—Sí. Cuando la Iglesia recupera los restos de un gran hombre lo santifica y esparce sus reliquias por diferentes catedrales, para que todo el mundo pueda disfrutar de su esplendor.

—Y ustedes tienen el…

Becker reprimió una carcajada.

—¡Sí! ¡Es una parte muy importante! —se defendió el agente—. ¡No es como la costilla o el nudillo de un santo que guardan en algunas iglesias de Galicia! Debería quedarse para verlo.

Becker asintió cortésmente.

—Tal vez me doy una vuelta de camino al aeropuerto.

—Mala suerte. —El agente suspiró—. La catedral está cerrada hasta la misa de ocho.

—En otra ocasión, pues. —Becker sonrió y levantó la caja—. Debería marcharme. Mi avión me está esperando.

Paseó por última vez la mirada alrededor de la habitación.

—¿Quiere que le acompañe al aeropuerto? —preguntó el agente—. Tengo una MotoGuzzi en la puerta.

—No, gracias. Tomaré un taxi.

Becker había conducido una moto en cierta ocasión, cuando iba a la universidad, y casi se mató. No albergaba la menor intención de repetir la experiencia, aunque no condujera él.

—Como quiera —dijo el agente, y se encaminó hacia la puerta—. Voy a apagar las luces.

Becker sujetó la caja bajo el brazo. ¿Lo tengo todo? Dirigió una última mirada al cadáver tendido sobre la mesa. Estaba desnudo bajo las luces fluorescentes, y era obvio que no ocultaba nada. La mirada de Becker se detuvo en las manos, extrañamente deformadas. Miró un momento y se concentró con más intensidad.

El agente apagó las luces, y la habitación quedó a oscuras.

—Espere —dijo Becker—. Vuelva a encenderlas.

El hombre obedeció.

Becker dejó la caja en el suelo y se acercó al cadáver. Se inclinó y examinó la mano izquierda del muerto.

El agente siguió la mirada de Becker.

—Feo, ¿eh?

Pero no era la deformidad lo que había llamado la atención de Becker. Había visto otra cosa. Se volvió hacia el agente.

—¿Está seguro de que todo está en esa caja?

El agente asintió.

—Sí, todo.

Becker se quedó un momento con los brazos en jarras. Después recogió la caja, volvió con ella al mostrador y la abrió. Fue sacando las prendas una por una. A continuación vació los zapatos y les dio unos golpecitos, como si intentara eliminar una piedrecita. Y tras repasarlo todo por segunda vez, retrocedió y frunció el ceño.

—¿Algún problema? —preguntó el teniente.

—Sí —dijo Becker—. Nos falta algo.

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