107

Susan no tenía ni idea del tiempo transcurrido. Un escozor en la garganta la devolvió a la realidad. Desorientada, estudió su entorno. Estaba tendida sobre una alfombra, detrás de una mesa. La única luz de la habitación proyectaba un extraño parpadeo naranja. El aire olía a plástico quemado. La habitación en la que se encontraba no era una habitación, sino un armazón destrozado. Las cortinas ardían y las paredes de plexiglás se estaban fundiendo.

Entonces lo recordó todo.

David.

Se puso en pie, cada vez más asustada. Se tambaleó en dirección a la puerta con la intención de huir. Cuando cruzó el umbral, su pierna se balanceó sobre un abismo. Se agarró al marco justo a tiempo. La pasarela había desaparecido. Quince metros más abajo vio una masa retorcida de metal humeante. Susan examinó Criptografía, horrorizada. Era un mar de fuego. Los restos fundidos de tres millones de chips de silicio habían salido disparados desde Transltr como lava. Humo acre y espeso se elevaba hacia el techo. Susan conocía el olor. Humo de silicio. Veneno mortal.

Al refugiarse en lo que quedaba del despacho de Strathmore, sintió que casi se desmayaba. La garganta le quemaba. Una luz feroz iluminaba el lugar. Criptografía estaba muriendo. Y yo también, pensó.

Por un momento pensó que sólo existía una salida: el ascensor de Strathmore. Pero sabía que no funcionaba. El sistema eléctrico no habría sobrevivido a la explosión.

Pero mientras se abría paso entre el espeso humo, recordó las palabras de Hale. ¡El ascensor funciona con la corriente del edificio principal! ¡He visto los planos! Susan sabía que era verdad. También sabía que todo el pozo estaba encajado en cemento reforzado.

Los vapores remolineaban a su alrededor. Se encaminó hacia la puerta del ascensor, tambaleante, pero cuando llegó vio que el botón de llamada no estaba iluminado. Tecleó sin éxito en el panel, luego cayó de rodillas y golpeó la puerta.

Se detuvo casi al instante. Algo estaba chirriando detrás de las puertas. Alzó la vista sorprendida. ¡Parecía el ruido de una cabina! Pulsó el botón de nuevo. Otra vez se oyó el chirrido.

De pronto lo comprendió.

El botón de llamada no estaba apagado, sino cubierto de hollín. Brillaba tenuemente bajo sus dedos sucios.

¡Hay luz!

Con renovadas esperanzas, atacó el botón. Algo se engranaba detrás de las puertas, una y otra vez. Oía el ventilador de la cabina. ¡Está aquí! ¿Por qué no se abren las malditas puertas?

Examinó a través del humo el diminuto teclado secundario. Botones con letras, de la A a la Z. Desesperada, Susan recordó. La contraseña.

El humo estaba empezando a colarse por los marcos fundidos de las ventanas. Golpeó de nuevo las puertas del ascensor. Se negaron a abrirse. ¡La contraseña! ¡Strathmore nunca me dijo la contraseña! El humo del silicio estaba llenando el despacho. Susan se derrumbó contra el ascensor, desesperada. El ventilador estaba funcionando a escasos centímetros de distancia. Jadeó en busca de aire.

Cerró los ojos, pero la voz de David la despertó. ¡Huye, Susan! ¡Abre la puerta! ¡Huye! Abrió los ojos, como si esperara ver su cara, los grandes ojos verdes, la sonrisa juguetona. Pero sólo vio las letras de la A a la Z. La contraseña… Contempló las letras del teclado. Le costaba verlas. Sobre el diodo luminiscente empotrado debajo del teclado, cinco espacios vacíos esperaban activarse. Una contraseña de cinco caracteres, pensó. Calculó en un instante las probabilidades: veintiséis elevado a la quinta potencia: 11.881.376 elecciones posibles. A una elección por segundo, tardaría diecinueve semanas…

Mientras yacía tirada en el suelo sofocándose, recordó la patética voz del comandante. La llamaba de nuevo. ¡Te quiero, Susan! ¡Siempre te he querido! ¡Susan! ¡Susan! Susan…

Sabía que estaba muerto, pero su voz era incansable. Oyó su nombre una y otra vez.

Susan… Susan…

Entonces, con escalofriante lucidez, lo supo.

Extendió una mano temblorosa hacia el teclado y pulsó la contraseña: SUSAN.

Un instante después la puerta se abrió.

La fortaleza digital
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