5
—¿Dónde están todos? —se preguntó Susan en voz alta mientras cruzaba la planta desierta de Criptografía. Vaya emergencia.
Aunque se trabajaba siete días a la semana en casi todos los departamentos de la NSA, Criptografía solía ser un lugar tranquilo los sábados. Los matemáticos especializados en criptografía eran por naturaleza adictos a ultranza al trabajo, pero en el departamento se acataba la regla no escrita de que libraban los sábados salvo emergencias. Los reventadores de códigos eran una materia prima demasiado valiosa para que la NSA corriera el riesgo de perderlos por culpa de la extenuación por exceso de trabajo.
Mientras Susan atravesaba la planta, Transltr se alzaba amenazadoramente a su derecha. El ruido que producían los generadores, situados ocho pisos más abajo, era ominoso. A Susan no le gustaba estar en Criptografía fuera de las horas habituales. Era como estar atrapada sola en una jaula con una enorme bestia futurista. Se encaminó con paso decidido a la oficina del comandante.
El centro de trabajo acristalado de Strathmore, apodado «la pecera» por su apariencia cuando se descorrían las cortinas, se hallaba al final de una serie de escaleras con pasarelas, en la pared del fondo de Criptografía. Mientras Susan subía los peldaños, miró la puerta de roble macizo de Strathmore. Exhibía el sello de la NSA, un águila que aferraba con fiereza una antigua llave maestra. Detrás de esa puerta se sentaba uno de los hombres más poderosos que conocía.
El comandante Strathmore, director adjunto de operaciones, tenía cincuenta y seis años y era como un padre para ella. Era él quien la contrató, y quien había convertido la NSA en el hogar de la brillante colaboradora. Cuando Susan ingresó en la NSA, una década antes, Strathmore era el director de la División de Desarrollo de Criptografía, un centro de adiestramiento para nuevos criptógrafos, nuevos criptógrafos varones. Aunque Strathmore jamás toleraba las novatadas, protegió en especial a su único miembro femenino del personal. Cuando le acusaron de favoritismo, se limitó a decir la verdad: Susan Fletcher era la recluta joven más brillante que había tenido, y ni por asomo iba a perderla por culpa de intentos de acoso sexual. Uno de los criptógrafos con más predicamento decidió poner a prueba la resolución de su superior.
Una mañana de su primer año, Susan se dejó caer por el salón de ocio de los nuevos criptógrafos para trabajar un poco con cierta documentación. Al marcharse, reparó en que había una foto de ella clavada en el tablón de anuncios. Casi se desmayó de vergüenza. Estaba reclinada en una cama, vestida sólo con unas bragas.
Resultó que un criptógrafo escaneó una foto de una revista pornográfica, y con un programa de retoque fotográfico pegó la cabeza de Susan sobre el cuerpo de otra mujer. El efecto era realmente muy convincente.
Por desgracia para el criptógrafo responsable, el comandante Strathmore no consideró la broma nada divertida. Dos horas después circuló una nota informativa histórica:
EL EMPLEADO CARL AUSTIN, DESPEDIDO POR CONDUCTA IMPROCEDENTE
Desde aquel día nadie se volvió a meter con ella. Susan Fletcher era la niña de los ojos del comandante Strathmore.
Pero los jóvenes criptógrafos de Strathmore no fueron los únicos que aprendieron a respetar a su jefe. Al principio de su carrera, el comandante se distinguió ante sus superiores cuando propuso una serie de operaciones de inteligencia muy poco ortodoxas y coronadas con éxito. A medida que iba ascendiendo, Trevor Strathmore se hizo famoso por sus análisis contundentes y globalizadores de situaciones muy complejas. Daba la impresión de poseer la capacidad misteriosa de ver más allá de los interrogantes morales que rodeaban las difíciles decisiones de la NSA, y de actuar sin remordimientos en interés del bien común.
A nadie le cabía la menor duda de que Strathmore amaba a su país. Era conocido entre sus colegas como un patriota y un visionario. Un hombre decente en un mundo lleno de mentiras.
En los años transcurridos desde el ingreso de Susan en la NSA, Strathmore había ascendido desde jefe de Desarrollo de Criptografía hasta segundo de a bordo de la NSA. Sólo un hombre estaba por encima del comandante: el director Leland Fontaine, el mítico señor del Palacio de los Enigmas, nunca visto, nunca oído, siempre temido. Strathmore y él apenas se veían cara a cara, y cuando se reunían, era como un duelo de titanes. Fontaine era un gigante entre gigantes, pero a Strathmore le daba igual. Exponía sus ideas al director con el autodominio de un boxeador apasionado. Ni siquiera el presidente de Estados Unidos osaba desafiar a Fontaine como Strathmore lo hacía. Para ello era necesaria inmunidad política, o en el caso del comandante, indiferencia política.
Susan llegó a lo alto de la escalera. Antes de que pudiera llamar con los nudillos, la cerradura electrónica de la puerta zumbó. La puerta se abrió y el comandante le indicó con un gesto que entrara.
—Gracias por venir, Susan. Te debo una.
—En absoluto.
Sonrió cuando se sentó ante el escritorio.
Strathmore era un hombre corpulento de largas extremidades y cuyas facciones anodinas ocultaban su eficacia y exigencia de perfección. Sus ojos grises reflejaban, por lo general, una confianza y discreción nacidas de la experiencia, pero hoy parecían furiosos e inquietos.
—Se le ve cansado —dijo Susan.
—He estado mejor —suspiró el hombre.
Ya lo creo, pensó Susan.
Strathmore tenía muy mal aspecto. Su ralo pelo gris estaba descomputado, y pese al aire acondicionado de la habitación, tenía la frente perlada de sudor. Daba la impresión de que hubiera dormido vestido. Estaba sentado ante un escritorio moderno con dos teclados empotrados en la mesa y un monitor de computador en un extremo. El escritorio estaba sembrado de listados de impresora, y parecía una especie de cabina alienígena colocada en el centro de la habitación.
—¿Una semana dura? —preguntó ella.
Strathmore se encogió de hombros.
—Lo de siempre. La EFF ha vuelto a lanzarme los perros encima por el derecho a la intimidad de los ciudadanos.
Susan lanzó una risita. La EFF, o Electronics Frontier Foundation[5], era una coalición mundial de usuarios de informática que había fundado una poderosa asociación de derechos civiles dirigida a apoyar la libertad de expresión en la Red, y a educar a otros sobre las realidades y peligros de vivir en un mundo electrónico. Siempre estaba batallando contra lo que llamaba «las capacidades de espionaje orwellianas de los organismos gubernamentales», en particular la NSA. La EFF era una espina perpetua clavada en el costado de Strathmore.
—Ya estamos acostumbrados —dijo Susan—. ¿Cuál es la gran emergencia por la que me sacó de la bañera?
Strathmore acarició, sin darse cuenta, el ratón de bola empotrado en el sobre del escritorio. Al cabo de un largo silencio, miró a Susan sin pestañear.
—¿Cuánto ha tardado como máximo Transltr en descifrar un código?
La pregunta pilló desprevenida a Susan. Parecía absurda. ¿Para eso me ha llamado?
—Bien… —Vaciló—. Hace unos meses interceptamos algo por COMINT que le llevó una hora, pero tenía una clave de acceso impresionantemente larga, diez mil bits o algo por el estilo.
Strathmore gruñó.
—Una hora, ¿eh? ¿Qué me dices de los simulacros de máxima dificultad que hemos llevado a cabo?
Susan se encogió de hombros.
—Bien, si contamos el diagnóstico, tarda mucho más.
—¿Cuánto más?
Susan no entendía adonde quería ir a parar Strathmore.
—Bien, señor, probé un algoritmo el pasado marzo con una clave de acceso segmentada de un millón de bits. Funciones reversibles, automatismo celular, lo habitual. No obstante, Transltr lo descifró.
—¿Cuánto tardó?
—Tres horas.
Strathmore enarcó las cejas.
—¿Tres horas? ¿Tanto?
Susan frunció el ceño, algo ofendida. Su trabajo de los tres últimos años había consistido en hacer rendir al máximo al computador más secreto del mundo. Casi toda la programación que hacía tan veloz el procesamiento de datos de Transltr era obra de ella. Una clave de acceso de un millón de bits no era una posibilidad real.
—Bien —dijo Strathmore—. De modo que, incluso en condiciones extremas, el máximo de tiempo que ha resistido un código antes de que Transltr lo descifre han sido tres horas, ¿no?
Susan asintió.
—Sí. Más o menos.
Strathmore hizo una pausa, como temeroso de decir algo de lo que pudiera arrepentirse. Por fin, levantó la vista.
—Transltr se ha topado con algo…
Enmudeció.
Susan esperó.
—¿Más de tres horas?
Strathmore asintió.
Susan le miró desconcertada.
—¿Un nuevo diagnóstico? ¿Algo del Departamento de Sys-Sec[6]?.
Strathmore meneó la cabeza.
—Un archivo externo.
Susan esperó la explicación de la frase, pero no llegó.
—¿Un archivo externo? Está bromeando, ¿verdad?
—Ojalá. Lo comprobé anoche, a eso de las once y media. Aún no ha logrado descifrarlo.
Susan se quedó boquiabierta. Consultó su reloj, y luego miró a Strathmore.
—¿Aún no ha podido descifrarlo? ¿Después de más de quince horas?
Strathmore se inclinó hacia delante y giró el monitor hacia Susan. La pantalla estaba en negro, salvo por un pequeño cuadrado de texto amarillo que parpadeaba en el centro.
TIEMPO TRANSCURRIDO: 15:09:33
A LA ESPERA DE CLAVE DE ACCESO: ___
Susan miró asombrada. Por lo visto, Transltr llevaba más de quince horas intentando descifrar un código. Sabía que los procesadores del computador examinaban treinta millones de claves de acceso por segundo, cien mil millones por hora. Si Transltr aún no lo había conseguido, eso significaba que la clave tenía que ser enorme, con una longitud superior a diez mil millones de dígitos. Era una locura.
—¡Es imposible! —exclamó—. ¿Han buscado indicios de errores? Tal vez Transltr sufrió una avería y…
—Ni el menor fallo.
—¡Pero la clave de acceso ha de ser enorme!
Strathmore negó con la cabeza.
—Algoritmo comercial normal. Yo diría que es una clave de sesenta y cuatro bits.
Susan, perpleja, miró por la ventana hacia Transltr. Sabía por experiencia que el computador podía encontrar una clave de acceso de sesenta y cuatro bits en menos de diez minutos.
—Tiene que haber alguna explicación.
Strathmore asintió.
—Sí. No te va a gustar.
Susan le miró inquieta.
—¿Seguro que Transltr está funcionando bien?
—Transltr está bien.
—¿Tenemos un virus?
Strathmore sacudió la cabeza.
—Nada de virus. Escúchame bien.
Susan estaba atónita. Transltr nunca se había topado con un código que pudiera resistir más de una hora. Por lo general, Strathmore tenía el texto llano impreso en cuestión de minutos. Echó un vistazo a la impresora de alta velocidad de Strathmore. Ningún listado.
—Susan —dijo Strathmore en voz baja—, al principio te costará aceptarlo, pero escucha un momento. —Se mordisqueó el labio—. Este código en el que Transltr está trabajando… es único. Nunca habíamos visto nada semejante. —Strathmore hizo una pausa, como si le costara pronunciar las palabras—. Este código es indescifrable.
Susan le miró y estuvo a punto de reír. ¿Indescifrable? ¿Qué significaba eso? No existían códigos indescifrables. En algunos se tardaba más que en otros, pero todos los códigos se podían romper. Estaba garantizado matemáticamente que, tarde o temprano, Transltr encontraría la clave correcta.
—¿Perdón?
—El código es indescifrable —repitió Strathmore.
¿Indescifrable? Susan no podía creer que un hombre con veintisiete años de experiencia en análisis de códigos hubiera pronunciado aquella palabra.
—¿Indescifrable, señor? —dijo inquieta—. ¿Qué me dice del Principio de Bergofsky?
Susan había estudiado el Principio de Bergofsky al inicio de su carrera. Era la piedra angular de la tecnología sobre la que se basaban los ataques por fuerza bruta. También había sido la inspiración de Strathmore a la hora de diseñar Transltr. Dicho principio postulaba que, si un computador probaba suficientes claves de acceso aleatorias, estaba matemáticamente garantizado que encontraría la correcta. La seguridad de un código no residía en que su clave de acceso no pudiera encontrarse, sino en que la mayoría de la gente carecía de tiempo o del computador idóneo para intentarlo.
Strathmore meneó la cabeza.
—Este código es diferente.
—¿Diferente?
Susan le miró de soslayo. ¡Un código indescifrable es una imposibilidad matemática! ¡Él lo sabe!
Strathmore se pasó una mano por su cráneo sudoroso.
—Este código es producto de un nuevo algoritmo de encriptación, uno que nunca habíamos visto antes.
Las dudas de Susan crecieron. Los algoritmos de encriptación eran simples fórmulas matemáticas, recetas para codificar un texto. Matemáticos y programadores creaban nuevos algoritmos cada día. Había cientos de ellos en el mercado: PGP, Diffie-Hellman, ZIP, IDEA, El Gamal. Transltr descifraba todos esos códigos a diario sin el menor problema. Para Transltr todos los códigos eran iguales, con independencia del algoritmo empleado para encriptarlos.
—No lo entiendo —dijo Susan—. No estamos hablando de reconstruir una función compleja, estamos hablando de un ataque por fuerza bruta. PGP, Lucifer, DSA, da igual. El algoritmo genera una clave de acceso que considera segura, y Transltr continúa probando hasta que la descubre.
La respuesta de Strathmore reflejó la paciencia de un buen profesor.
—Sí, Susan, Transltr encontrará siempre la clave de acceso, aunque sea enorme. —Hizo una larga pausa—. A menos…
Susan quiso hablar, pero estaba claro que Strathmore se disponía a lanzar su bomba. ¿A menos que qué?
—A menos que el computador no sepa cuándo descifró el código.
Susan casi se cayó de la silla.
—¿Cómo?
—A menos que el computador encuentre la clave de acceso correcta, pero siga buscando porque no se dé cuenta de que la ha encontrado. —Strathmore parecía desolado—. Creo que este algoritmo genera un texto llano rotatorio.
Susan lanzó una exclamación ahogada.
La noción de la función de texto llano rotatorio fue expuesta por primera vez en 1987, en la oscura ponencia de un matemático húngaro, Josef Harne. Como los computadores desde los que se lanzan ataques por fuerza bruta descifran los códigos analizando el texto llano en busca de patrones lingüísticos, Harne proponía un algoritmo de encriptación que, además de encriptar, cambiara el texto llano descifrado en función de una variable temporal. En teoría, la perpetua mutación lograría que el computador atacante nunca reconociera ningún tipo de patrón lingüístico y, por consiguiente, nunca sabría cuándo había encontrado la clave de acceso correcta. El concepto era como la idea de colonizar Marte, factible desde un punto de vista intelectual, pero en el presente más allá de la capacidad humana.
—¿De dónde ha sacado eso? —preguntó.
El comandante se demoró en contestar.
—Lo escribió un programador que trabaja por cuenta propia.
—¿Qué? —Susan se desplomó en su silla—. ¡Abajo tenemos a los mejores programadores del mundo! Todos nosotros trabajando en equipo nunca hemos conseguido ni acercarnos a escribir una función de texto llano rotatorio. ¿Me está diciendo que un novato con un PC ha descubierto cómo hacerlo?
Strathmore bajó la voz, en un esfuerzo aparente por calmarla.
—Yo no llamaría a este tipo novato.
Susan no le escuchaba. Estaba convencida de que existía otra explicación. Un fallo técnico. Un virus. Cualquier cosa era más probable que un código indescifrable.
Strathmore la miró con seriedad.
—Una de las mentes criptográficas más brillantes de todos los tiempos creó este algoritmo.
Susan se sentía más escéptica que nunca. Las mentes criptográficas más brillantes de todos los tiempos estaban en su departamento, y ella se habría enterado, sin la menor duda, de que existía un algoritmo semejante.
—¿Quién?
—Estoy seguro de que lo puedes adivinar —dijo Strathmore—. La NSA no le cae demasiado bien.
—¡Bien, eso disminuye las posibilidades! —replicó ella con sarcasmo.
—Trabajó en el proyecto Transltr. Violó las normas. Casi provocó una pesadilla en el sistema. Hice que lo deportaran.
El semblante de Susan permaneció inexpresivo un instante, y al siguiente palideció.
—Oh, Dios mío…
Strathmore asintió.
—Ha estado jactándose todo el año de su trabajo en el algoritmo resistente a un ataque por fuerza bruta.
—Pero…, pero… —balbuceó Susan—. Pensaba que estaba fanfarroneando. ¿Lo consiguió?
—Sí. Ha creado un código tan perfecto que no se puede descifrar.
Susan guardó silencio un largo momento.
—Eso significa…
Strathmore la miró a los ojos.
—Sí. Ensei Tankado acaba de convertir Transltr en algo obsoleto.