28
El señor Roldan estaba sentado a su mesa en Acompañantes Belén, felicitándose por haber frustrado el nuevo y patético intento de tenderle una trampa. Que un agente de la policía fingiera acento alemán y solicitara una chica para pasar la noche era una treta. ¿Qué inventarían a continuación?
El teléfono de la mesa zumbó. El señor Roldan descolgó con aire confiado.
—Buenas noches, Acompañantes Belén.
—Buenas noches —dijo la voz de un hombre en español, una voz algo nasal, como si estuviera resfriado—. ¿Eso es un hotel?
—No, señor. ¿A qué número ha llamado?
El señor Roldan no iba a permitir más trucos aquella noche.
—Treinta y cuatro sesenta y dos diez —dijo la voz.
Roldan frunció el ceño. La voz le resultaba vagamente familiar. Intentó localizar el acento. ¿De Burgos, tal vez?
—Ha marcado el número correcto —dijo con cautela—, pero es un servicio de acompañantes.
Hubo una pausa al otro lado de la línea.
—Oh… Entiendo. Lo siento. Alguien me dio este número. Pensaba que era un hotel. Estoy de visita, y vengo de Burgos. Lamento haberle molestado. Buenas…
—¡Espere!
El señor Roldan no pudo evitarlo. En el fondo, era un vendedor nato. ¿Le habría enviado alguien? ¿Un nuevo cliente del norte? No iba a permitir que la paranoia le estropeara un negocio.
—Amigo mío —se apresuró a decir—, me había imaginado por su acento, que era de Burgos. Yo soy de Valencia. ¿Que le trae a Sevilla?
—Vendo joyas. Perlas Majórica.
—¡Vaya, Majórica! Debe de viajar mucho.
La voz tosió con bronquedad.
—Sí, ya lo creo.
—¿Ha venido en viaje de negocios? —insistió Roldan. Aquel tipo no podía ser un guardia civil. Era un cliente con C mayúscula—. Déjeme adivinarlo. ¿Un amigo le dio nuestro número? Le aconsejó que nos llamara. ¿Estoy en lo cierto?
La voz estaba avergonzada.
—Bien, la verdad es que no se trata de eso.
—No sea tímido, señor. Somos un servicio de acompañantes, y no hay nada de qué avergonzarse. Chicas encantadoras, cenas, eso es todo. ¿Quién le dio nuestro número? Tal vez sea un cliente habitual. Le haré un precio especial.
La voz parecía turbada.
—Ah… Nadie me dio este número. Lo encontré con un pasaporte. Intento localizar al propietario.
El corazón de Roldan dio un vuelco. Este hombre no iba a ser un cliente.
—¿Dice que encontró el número?
—Sí, hoy encontré el pasaporte de un hombre en un parque. Su número estaba apuntado dentro, en un pedazo de papel. Pensé que era el hotel del hombre. Confiaba en poder devolverle el pasaporte. Me he equivocado. Lo dejaré en cualquier comisaría de policía camino de…
—Perdón —le interrumpió Roldan nervioso—. ¿Quiere que le sugiera una idea mejor? —El hombre se enorgullecía de su discreción, y las visitas a la Guardia Civil conseguían que sus clientes pasaran a ser ex clientes—. Piense en esto —añadió—. Como el hombre del pasaporte tenía nuestro número, debe de ser un cliente. Quizá podría ahorrarle la visita a la policía.
La voz vaciló.
—No sé. Debería…
—No se apresure, amigo mío. Me avergüenza admitir que la policía de Sevilla no siempre es tan eficaz como la del norte. Podrían pasar días antes de que ese hombre recuperara su pasaporte. Si me dice su nombre, yo podría encargarme de que recibiera el pasaporte de inmediato.
—Sí, bien… Supongo que no hay nada malo en ello… Es un nombre alemán. No sé pronunciarlo bien… Gusta… ¿Gustafson?
A Roldan no le sonaba, pero tenía clientes de todo el mundo. Nunca dejaban su nombre verdadero.
—¿Qué aspecto tiene en la foto? Tal vez puedo reconocerle.
—Bien… —dijo la voz—. La cara es muy gorda.
El hombre de la agencia supo al instante de quién se trataba. Recordaba bien la cara obesa. Era el hombre que había contratado los servicios de Rocío. Se le antojó extraño recibir dos llamadas en una sola noche relacionadas con el alemán.
—¿El señor Gustafson? —Roldan forzó una risita—. ¡Por supuesto! Le conozco bien. Si me trae el pasaporte, me encargaré de que lo reciba.
—Estoy en el centro sin coche —interrumpió la voz—. ¿Por qué no nos encontramos en algún sitio?
—De hecho —alegó Roldan—, no puedo abandonar el teléfono, pero no estamos tan lejos…
—Lo siento, es tarde para mí. Hay un cuartelillo de la Guardia Civil aquí cerca. Lo dejaré allí, y cuando vea al señor Gustafson, dígale dónde está.
—¡No, espere! —gritó Roldan—. No hace falta implicar a la policía. ¿Ha dicho que está en el centro? ¿Conoce el hotel Alfonso XIII? Es uno de los mejores de la ciudad.
—Sí —dijo la voz—. Conozco el Alfonso XIII. Está cerca.
—¡Maravilloso! El señor Gustafson se hospeda en él esta noche. Es probable que le encuentre ahora.
La voz vaciló.
—Entiendo. Bien, pues… Supongo que no habrá ningún problema.
—¡Maravilloso! Está cenando con una de nuestras acompañantes en el restaurante del hotel. —Roldan sabía que ya debían estar en la cama, pero tenía que tener cuidado para no ofender la refinada sensibilidad de la persona con la que estaba hablando—. Deje el pasaporte al conserje. Se llama Manuel. Dígale que yo le he enviado. Pídale que se lo dé a Rocío. Ella es la acompañante del señor Gustafson esta noche. Se ocupará de devolverle el pasaporte. Deje su nombre y dirección dentro. Tal vez el señor Gustafson quiera darle las gracias.
—Buena idea. El Alfonso XIII. Muy bien, lo llevaré ahora mismo. Gracias por su ayuda.
David Becker colgó el teléfono.
—Alfonso XIII. —Lanzó una risita—. Sólo hay que saber cómo preguntar.
Momentos después, una figura silenciosa siguió a Becker por la calle Delicias hasta perderse en la noche de Andalucía.