63

En la Vespa recién adquirida, Becker iba a toda velocidad en dirección al aeropuerto de Sevilla. Había conducido con los nudillos blancos durante todo el trayecto. Pasaban unos minutos de las dos de la madrugada.

Cuando se acercó a la terminal principal, se subió a la acera y saltó de la moto antes de apagar el motor. El vehículo se deslizó sobre el pavimento y finalmente se detuvo. Becker atravesó corriendo las puertas giratorias. Nunca más, se juró.

La iluminación de la terminal era mortecina. A excepción de un empleado de limpieza que barría el suelo, el lugar estaba desierto. Al otro lado del vestíbulo, una azafata de tierra estaba cerrando el mostrador de Iberia. Becker lo tomó como una mala señal.

Corrió hacia el mostrador.

—¿El vuelo a Estados Unidos?

La atractiva andaluza levantó la vista y le dedicó una sonrisa de disculpa.

—Acaba de salir.

Sus palabras flotaron en el aire un largo momento.

Lo he perdido. Los hombros de Becker se hundieron.

—¿Había asientos libres en el vuelo?

—Muchos —sonrió la mujer—. Iba casi vacío. Pero en el de mañana a las ocho de la mañana hay…

—He de saber si una amiga mía iba en ese vuelo. Estaba en lista de espera.

La mujer frunció el ceño.

—Lo siento, señor. Había varios pasajeros en lista de espera esta noche, pero nuestras cláusulas de privacidad…

—Es muy importante —la apremió Becker—. He de saber si tomó ese vuelo. Eso es todo.

La mujer cabeceó.

—¿Una pelea de enamorados?

Becker pensó un momento. Le dirigió una sonrisa tímida.

—¿Tanto se nota?

Ella le guiñó el ojo.

—¿Cómo se llama?

—Megan —contestó él con tristeza.

La mujer sonrió.

—¿Su amiga tiene apellido?

Becker exhaló el aire poco a poco. ¡Sí, pero no lo sé!

—La situación es un poco complicada. Dijo que el avión iba casi vacío. Tal vez podría…

—Sin el apellido me es imposible…

—¿Ha estado aquí toda la noche? —la interrumpió Becker, a quien se le había ocurrido otra idea.

Ella asintió.

—En ese caso, quizá la vio. Es joven. Unos quince o dieciséis años. El pelo es…

Antes de que las palabras salieran de su boca, Becker comprendió su error.

La azafata entornó los ojos.

—¿Su novia tiene quince años?

—¡No! —exclamó él—. Quiero decir… Si pudiera ayudarme, es muy importante.

—Lo siento —dijo la mujer con frialdad.

—No es lo que parece. Si pudiera…

—Buenas noches, señor.

La mujer bajó la rejilla metálica del mostrador y desapareció en una habitación trasera.

Becker gruñó y miró al cielo. Calma, pensó David. Mucha calma. Escudriñó el vestíbulo. Nada. Habrá vendido el anillo antes de volar. Se dirigió hacia empleado de la limpieza.

—¿Has visto a una chica? —preguntó por encima del ruido de la máquina pulidora.

El viejo se agachó y desconectó la máquina.

—¿Eh?

—Una chica —repitió Becker—. Pelo rojo, azul y blanco.

El empleado rió.

—Qué fea.

Meneó la cabeza y volvió al trabajo.

David Becker se hallaba en medio del vestíbulo desierto del aeropuerto. Se preguntó qué debía hacer. La noche se había convertido en una comedia de errores. Las palabras de Strathmore resonaron en su cabeza: «No llames hasta que tengas el anillo». Un profundo agotamiento se apoderó de él. Si Megan había vendido el anillo antes de emprender el viaje, era imposible saber en poder de quién estaba la sortija ahora.

Cerró los ojos y procuró concentrarse. ¿Qué debo hacer ahora? Decidió meditarlo un poco más tarde. Antes tenía que encontrar un lavabo.

La fortaleza digital
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