32
David Becker se detuvo ante la suite 301. Sabía que detrás de la puerta ornamentada estaba el anillo. Un asunto de seguridad nacional.
Oyó movimientos dentro de la habitación. Una conversación apagada. Llamó con los nudillos. Respondió alguien con un profundo acento alemán.
—Ja?
Becker guardó silencio.
—Ja?
La puerta se abrió apenas, y una rotunda cara germánica se asomó por el resquicio.
Becker sonrió cortésmente. No sabía el nombre del huésped.
—Deutscher, ja?
El hombre asintió vacilante.
Becker continuó en un alemán perfecto.
—¿Puedo hablar con usted un momento?
El hombre le dirigió una mirada inquieta.
—Was willst Du? —«¿Qué quieres?», le preguntó.
Becker cayó en la cuenta de que tendría que haber ensayado antes de llamar a la puerta de un desconocido. Buscó las palabras adecuadas.
—Usted tiene algo que yo necesito.
Por lo visto, no eran las palabras adecuadas. El alemán entornó los ojos.
—Ein Ring —dijo Becker—. Sie haben einen Ring. Usted tiene un anillo.
—Lárgate —gruñó el alemán. Se dispuso a cerrar la puerta. Sin pensarlo dos veces, Becker impidió con el pie que lo hiciera. Se arrepintió al instante de su reacción.
El alemán abrió los ojos como platos.
—Was tust Du? —preguntó. «¿Qué estás haciendo?».
Becker sabía que el hombre no entendía nada. Miró nervioso en ambas direcciones del pasillo. Ya le habían echado de la clínica. No tenía la menor intención de repetir la jugada.
—Nimm deinen Fuss weg! —vociferó el alemán. «¡Quita el pie de ahí!».
Becker examinó los dedos gordezuelos del alemán en busca de un anillo. Nada. Estoy tan cerca, pensó.
—Ein Ring! —repitió una vez más cuando la puerta se cerró en sus narices.
David Becker permaneció inmóvil un largo momento en el pasillo. Una réplica de un cuadro de Salvador Dalí colgaba cerca.
—Muy adecuado —gruñó. Surrealismo. Estoy atrapado en un drama absurdo. Había despertado aquella mañana en su cama, pero, sin saber cómo, había terminado en España, irrumpiendo en la habitación de un desconocido para buscar un anillo mágico.
La voz serena de Strathmore le devolvió a la realidad: Has de encontrar ese anillo.
Respiró hondo y expulsó de su mente las palabras. Quería regresar a casa. Volvió a mirar la habitación 301. Su billete de vuelta estaba al otro lado: un anillo de oro. Lo único que debía hacer era apoderarse de él.
Exhaló aire. Después regresó a la suite 301 y llamó con violencia a la puerta. Había llegado el momento de jugársela.
El alemán abrió la puerta y empezó a protestar, pero Becker le interrumpió. Exhibió una fracción de segundo su tarjeta del club de squash y ladró:
—Polizei!
Después entró en la habitación y encendió las luces.
El alemán giró en redondo sorprendido.
—Was machst…? —«¿Que haces?», le preguntó.
—¡Silencio! —Becker cambió al inglés—. ¿Tiene a una prostituta en esta habitación?
Becker miró a su alrededor. Era la habitación de hotel más lujosa que había visto en su vida. Rosas, champán, una enorme cama con dosel. No vio a Rocío en ninguna parte. La puerta del cuarto de baño estaba cerrada.
—Prostituiert?
El alemán lanzó una mirada inquieta al cuarto de baño cerrado. El hombre era más grande de lo que Becker había imaginado. Su pecho peludo empezaba justo debajo de su triple papada y descendía hacia su colosal panza. El cinturón del albornoz blanco apenas conseguía rodearle la cintura.
Becker le lanzó al gigante su mirada más intimidante.
—¿Cómo se llama?
Una expresión de pánico cruzó el corpulento rostro del alemán.
—Was willst Du? —«¿Qué quieres?», preguntó.
—Pertenezco al grupo de la Guardia Civil de Sevilla encargado de velar por la seguridad de los turistas. ¿Tiene a una prostituta en esta habitación?
El alemán dirigió una mirada nerviosa al cuarto de baño. Vaciló.
—Ja —admitió por fin.
—¿Sabe que esto es ilegal en España?
—Nein —mintió el alemán—. No lo sabía. La enviaré a su casa ahora mismo.
—Temo que ya es demasiado tarde —dijo Becker en tono autoritario. Se adentró más en la habitación—. Voy a hacerle una propuesta.
—Ein Vorchslag? —«¿Una propuesta?», preguntó el alemán.
—Sí. Puedo llevarle al cuartel ahora mismo…
Becker hizo una pausa dramática mientras hacía crujir sus nudillos.
—¿O qué? —preguntó el alemán con los ojos dilatados de miedo.
—O hacemos un trato.
—¿Qué clase de trato?
El alemán había oído historias sobre la corrupción de la Guardia Civil española.
—Usted tiene algo que yo quiero —dijo Becker.
—¡Sí, por supuesto! —sonrió el alemán. Se dirigió de inmediato al guardarropa para sacar el billetero—. ¿Cuánto?
Becker fingió indignación.
—¿Intenta sobornar a un agente de la ley? —chilló.
—¡No! ¡Claro que no! Pensaba… —El hombre obeso guardó en el acto la cartera—. Yo… Yo… —Estaba totalmente confuso. Se desplomó en una esquina de la cama y se retorció las manos. La cama crujió bajo su peso—. Lo siento.
Becker sacó una rosa del jarrón que había en el centro de la habitación y la olió, antes de dejarla caer al suelo. Se volvió.
—¿Qué puede decirme acerca del asesinato?
El alemán palideció.
—Mord? ¿Asesinato?
—Sí. El asiático de esta mañana. En el parque. Fue un asesinato. Ermordung.
Le gustaba la palabra alemana que significaba asesinato. Ermordung. Era escalofriante.
—Ermordung? ¿Fue…?
—Sí.
—Pero…, pero eso es imposible —dijo con voz estrangulada el alemán—. Yo estaba allí. Sufrió un infarto. Lo vi. Ni sangre, ni balas.
Becker meneó la cabeza con aire condescendiente.
—Las apariencias engañan.
El hombre palideció todavía más.
Becker se regocijó. La mentira había sido útil. El pobre alemán sudaba profusamente.
—¿Qué… qué quiere? —balbuceó—. Yo no sé nada.
Becker iba de un lado a otro de la habitación.
—El hombre asesinado llevaba un anillo. Lo necesito.
—No lo tengo.
Becker suspiró con aire paternal y señaló la puerta del cuarto de baño.
—¿Y Rocío?
El rostro del hombre se congestionó.
—¿Conoce a Rocío?
Se secó el sudor de su frente carnosa con la manga del albornoz. Estaba a punto de hablar, cuando la puerta del cuarto de baño se abrió.
Los dos hombres levantaron la vista.
Rocío Eva Granada se quedó inmóvil en el umbral. Una visión. Pelo rojo largo y flotante, perfecta piel ibérica, ojos de un castaño profundo, frente alta y despejada. Llevaba un albornoz igual que el del alemán. Estaba ceñido sin mucha fuerza sobre sus amplias caderas, y el cuello se abría para revelar su escote bronceado. Entró en el dormitorio, la confianza personificada.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó en un inglés gutural.
Becker miró sin pestañear a la asombrosa mujer que tenía ante él.
—Necesito el anillo —dijo con frialdad.
—¿Quién es usted? —preguntó ella.
Él cambió al español con acento andaluz.
—Guardia Civil.
Ella rió.
—Imposible —contestó en español.
Becker sintió un nudo en la garganta. Estaba claro que Rocío era más dura que su cliente.
—¿Imposible? —repitió sin perder la frialdad—. ¿La llevo al cuartel para demostrarlo?
Rocío sonrió.
—No le avergonzaré aceptando su oferta. Bien, ¿quién es usted?
Él se aferró a su historia.
—Soy agente de la Guardia Civil.
Rocío avanzó hacia él con paso amenazador.
—Conozco a todos los agentes del cuerpo. Son mis mejores clientes.
Becker sintió que la mirada de la mujer le atravesaba. Alteró un poco la historia.
—Soy de un grupo especial encargado de velar por la seguridad de los turistas. Déme el anillo, de lo contrario tendré que llevarla al cuartel y…
—¿Y qué? —preguntó la mujer, al tiempo que enarcaba las cejas de manera burlona.
Becker guardó silencio. Le había ganado la partida. El plan se estaba volviendo contra él. ¿Por qué no me cree?
Rocío se acercó más.
—No sé quién es usted o qué quiere, pero si no sale ahora mismo de esta habitación, llamaré a la seguridad del hotel, y la verdadera Guardia Civil le detendrá por hacerse pasar por un agente del cuerpo.
Becker sabía que Strathmore podría sacarle de la cárcel en cinco minutos, pero le había dejado muy claro que debía manejar el asunto con discreción. Ser detenido no entraba en sus planes.
Rocío se había detenido muy cerca de él y le miraba con ojos brillantes.
—De acuerdo —suspiró, revelando la derrota en su tono de voz. Abandonó el acento español—. Efectivamente, no soy de la policía de Sevilla. Una organización de Estados Unidos me ha enviado para localizar el anillo. Es lo único que puedo decir. Me han autorizado a pagarle por él.
Siguió un largo silencio.
Rocío dejó que sus palabras flotaran en el aire un momento, y luego sus labios se abrieron en una sonrisa astuta.
—¿Ve como no ha sido tan difícil? —Se sentó en una silla y cruzó las piernas—. ¿Cuánto puede pagar?
Becker disimuló un suspiro de alivio. No perdió el tiempo y fue al grano.
—Puedo pagarle setecientas cincuenta mil pesetas. Cinco mil dólares norteamericanos.
Era la mitad de lo que llevaba encima, pero debía representar diez veces el valor del anillo.
Rocío enarcó las cejas.
—Eso es mucho dinero.
—Sí. ¿Trato hecho?
Ella negó con la cabeza.
—Ojalá pudiera decirle que sí.
—¿Un millón de pesetas? —soltó Becker—. Es todo lo que tengo.
—Vaya vaya —sonrió la mujer—. Los norteamericanos no saben regatear. No duraría ni un día en nuestros mercados.
—En metálico, ahora mismo —dijo Becker, y se llevó la mano al sobre que guardaba en la chaqueta. Sólo quiero volver a casa.
Rocío sacudió la cabeza.
—No puedo.
Becker se encrespó.
—¿Por qué?
—Ya no tengo el anillo —dijo la mujer en tono de disculpa—. Ya lo he vendido.