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La Vespa entró en el carril de conducción lenta de la carretera de Huelva. Casi había amanecido, pero había mucho tráfico, jóvenes sevillanos que regresaban de sus francachelas nocturnas en la playa. Una camioneta llena de adolescentes tocó la bocina y pasó de largo. La moto de Becker parecía un juguete en la autovía.

A medio kilómetro de distancia, un taxi destartalado entró en la autovía dejando chispas sobre el asfalto. Cuando aceleró, golpeó de refilón a un Peugeot 504, que salió despedido contra la mediana de hierba.

Becker dejó atrás un letrero que anunciaba SEVILLA CENTRO, 2 KM. Si podía llegar al centro, quizá gozaría de una oportunidad. El velocímetro marcaba sesenta kilómetros por hora. Dos minutos para la salida. Sabía que no disponía de tanto tiempo. El taxi estaba acortando distancias. Miró las luces del centro de Sevilla, que cada vez estaban más cerca, y rezó para llegar con vida.

Estaba tan sólo a mitad de camino de la salida cuando oyó a su espalda un chirriar metálico. Se encorvó sobre la moto. Una bala pasó silbando muy cerca. Becker se desvió hacia la izquierda y fue zigzagueando de carril en carril con la esperanza de ganar tiempo. Fue inútil. La rampa de salida se hallaba todavía a trescientos metros cuando el taxi se materializó a escasos coches de distancia. Becker sabía que sería acribillado o arrollado en cuestión de segundos. Exploró alguna posible escapatoria más adelante, pero la autovía estaba bordeada a ambos lados por empinadas pendientes de grava. Sonó otro disparo. Becker tomó una decisión.

Con un chirrido de neumáticos viró a la derecha y salió de la carretera. Las ruedas de la moto tocaron la base del terraplén. Becker luchó por mantener el equilibrio cuando la Vespa saltó a través de una nube de grava y empezó a subir la cuesta dando coletazos. Las ruedas giraron locamente y acuchillaron la tierra suelta. El pequeño motor gimió de una forma patética, pero Becker lo forzó sin contemplaciones, con la esperanza de que no se calaría. No se atrevió a mirar atrás, convencido de que el taxi pararía en cualquier momento y le lloverían balas.

Las balas no llegaron.

La moto de Becker coronó la loma y divisó el centro de la ciudad. Las luces se desplegaban ante él como un cielo tachonado de estrellas. Se abrió paso entre la maleza y saltó el bordillo. De pronto la Vespa parecía más briosa. Tuvo la impresión de que la avenida de Luis Montoto corría bajo los neumáticos de la moto. El estadio de fútbol pasó como un rayo a su izquierda. Estaba fuera de peligro.

Fue entonces cuando oyó el chirriar de metal sobre cemento que ya conocía tan bien. Alzó la vista. A cien metros de distancia, el taxi avanzaba a toda velocidad por la rampa de salida. Entró en Luis Montoto y aceleró.

Becker sabía que habría debido sentirse preso del pánico, pero no fue así. Sabía muy bien adonde iba. Giró a la izquierda por Menéndez Pelayo y aceleró. La moto atravesó un pequeño parque y se internó en el estrecho pasaje adoquinado de Mateos Gago, la calle de un solo sentido que conducía al portal del barrio de Santa Cruz.

Un poco más, pensó.

El taxi le seguía, pisándole los talones. Siguió a Becker por el portal de Santa Cruz y se dejó el espejo lateral en la estrecha arcada. Becker sabía que había ganado. Santa Cruz era el barrio más antiguo de Sevilla. No había calles entre los edificios, sólo laberintos de estrechos pasajes que databan de la época de los romanos. Únicamente podían transitar peatones y alguna moto de tanto en tanto. Becker se había perdido una vez durante horas en las estrechas cavernas.

Cuando aceleró en el tramo final de Mateos Gago, la catedral gótica del siglo XI se alzó como una montaña ante él. A su lado, la torre de la Giralda se elevaba ciento veinticinco metros hacia el cielo del amanecer. El barrio de Santa Cruz albergaba la segunda catedral más grande del mundo, así como a las familias más antiguas y devotas de Sevilla.

Cruzó la plaza empedrada. Sonó un solo disparo, pero ya era demasiado tarde. Becker y su moto desaparecieron por un diminuto callejón, la callecita de la Virgen.

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