Los grandes señores que llamamos vientos
Estos días pasados hemos tenido los gallegos la visita de los grandes vientos de poniente. Quizá cuando ustedes lean estas líneas, los vientos hayan regresado a sus casas, y gracias, en parte, porque muchos de nosotros hemos rogado oraciones pidiendo tiempo sereno ad pretendam serenitatem. Y antes de pasar a los vientos que han batido mi pequeño país, derribando árboles y chimeneas, levantando tejados enteros, diré que el que los vientos tengan casa se prueba con lo acontecido en la antigüedad en Grecia, en Turios, donde un día apareció ante la ciudad, en la espaciosa bahía, una flota enemiga. Los turienses llamaron al viento Norte, el cual compareció fidelísimo y violento, y dispersó las naves en las que valientes guerreros se disponían a saltar a la playa y atacar la ciudad. Los de Turios, agradecidos, hicieron al viento Norte —a aquel viento Norte camarada— polites, conciudadano suyo, y le regalaron una casa y unas tierras de labor. Y el viento, fatigado de vagabundear, se quedaría allí para siempre, sembrador de trigo y recolector de olivas. De temas antiguos y medievales, hasta las sagas de los vikingos y El Vitorial nuestro, yo había sacado aquello que dialogan el piloto Alción y Odiseo en mi libro Las mocedades de Ulises:
—Los vientos son gentes muy libres, fanfarrones, señores, y algunos son grandes, asombrosas justicias. Yo les pido humildemente que despierten, y se levanten de sus secretas camas, y paseen por las alamedas y las marinas, charlando a grandes voces, o soplando cañas de agudo silbo.
—En mi rostro —dijo Ulises— está tropezando ahora mismo la punta de la capa de uno de esos magníficos señores de que hablas, y es seda fresca.
Alción se levantó, y mojando con la lengua el dedo índice de la mano diestra, ilustrado con tres anillos de oro y un sello de bronce, buscó el hilo de la brisa. Sonrió y se santiguó.
¡Está despertando Bóreas, gran parlanchín, fecundo padre, intonsa cabellera!
Los bizantinos, como enseñó Baynes, sabían los nombres secretos de los vientos y cuando en la mar una nave se encontraba con uno en demasía poderoso, desplegando toda su fuerza contra las velas, el capitán lo llamaba por el título suyo, recordaba sus padres, y le pedía que amainase. Cada viento, además, tenía su patrón y los bizantinos se encomendaban a San Jorge cuando pedían serenidad al lebeche, y a San Cirenión cuando agobiaban los vientos revueltos de la Gran Sirte, de los que se dijo que, antes de ir a rolar por el mar, saltaban sobre Alejandría y robaban la luz del gran faro, se iluminaban con ella, y ya se encontraban en condiciones de asaltar el mundo.
De los vikingos se dijo que sabían adormecer los vientos con una magia en la que entraban cantos de pájaros, pero en ningún lugar he encontrado detallado este asunto. En cambio, los pilotos de los califas de Bagdad conocieron en el Índico, más allá de Trapobana, a ricos príncipes que tenían vientos como esclavos, y que les cobraban un tanto en oro por tener a sus fieles sujetos, como perro con cadena, mientras las naves árabes iban y venían de Especiería. Simbad conocía todos estos príncipes, y alguno, poniéndose previamente el gran piloto a seguro, le hacía, por amistad, demostración de temporales, pasando los vientos desatados en loca carrera hacia el Sur, donde desgajaban islas de sus asientos, dejándolas al garete en los mares australes, donde las encontrará un paisano mío, Seijas y Lobera, quien, con las noticias que trajo del austro, llegó a pertenecer a la Academia de Ciencias de París a comienzos del siglo XVIII. En fin, vino contra la tierra mía el salvaje viento del Oeste. Esta vez no se contentó con desnudar los bosques de hojas secas, ni de levantar torbellinos de hojarasca multicolor en las viñas. Esta vez vino decidido a abatir árboles, dejándolos con las raíces al aire. El pino cae fácilmente, pero resisten el roble y el castaño, los árboles del antiguo bosque gallego. Pueden dejar una rama en la contienda con el viento, pero al final el vendaval se aleja, supongo que con la cabeza baja, contentándose con derribar unos manzanos o quebrar un cerezo. Dicen que los daños del pasado temporal del segundo domingo de Adviento, pasan de los mil millones de pesetas en toda Galicia, especialmente en las Mariñas de Lugo. Por cierto, que si es verdad que para ir a Belén hay que pasar el río Miño, como dice el villancico, la ventolera habrá encontrado a los Magos en Portomarín o en Meira, y los fuertes aguaceros habrán apagado los faroles de sus criados, y mojado las hermosas vestiduras, aquellas que les vieron los pintores de antaño, flamencos y toscanos. Cuando los pintores sabían pintar la Adoración, o un paso del viaje de los magníficos señores agoreros… Y nunca sabremos por qué a los vientos, a los grandes vientos que moran en el océano, se les ocurren estas terribles algaras sobre la mansa térra agraria en la que el hombre cosecha el pan y el vino.