Retorno de Ulises

Cuando Ulises, mientras hablaba, levantaba la mano con aquel gesto tan suyo, parecía que iba a recoger, en gracioso vuelo, la copa alada donde se vierten, como vino, las palabras; cuando Ulises, contando, levantaba la mano, como diciendo también con ella, coloreados paisajes de Itaca se mecían en el aire, colinas en las nubes, jardines en el viento, y la luz que pasa, los ceñía como una cinta de oro. Yo le he oído a Ulises contar de Itaca: sentarme a la orilla del mar, con la Odisea en la mano, no era suficiente; tenía que iniciar el diálogo con aquella sombra vagabunda, mas allá del hexámetro homérico, ese verso que unas veces, en la Odisea, se asemeja a la ola y otras veces al remo: iniciaba yo en la imaginación un largo discurso, tomando de muy lejos el asunto y por consideraciones naturales, tal como se ve en Shakespeare, que es donde se aprende cómo hablan los héroes y cómo se les habla, y él, Ulises, pues veía en mí tanto apasionado temor por su aventura, tan extremada parcialidad y tanta dulce compasión por su nostalgia, y siendo como era tanto el héroe de las batallas como de los discursos, ¿cómo no detenerse siquiera un instante a mi lado? Además, que el héroe de la novela griega —y desde Rhode sabemos hasta qué punto Ulises y su peregrinación han servido de modelo al protagonista y su peripecia, desde entonces a Los trabajos de Persiles y Segismunda—, no tiene prisa pues sólo prisa tiene: inútilmente suma apresuramientos como la vela que intentase apresurarse contra el viento; el reconocimiento —esa melancólica boda en la página final, en la que la relato de las aventuras descansa, como un can fiel, a los pies del héroe fatigado—, solamente llegará cuando los peregrinos, a fuerza de inquieto terror, naufragios, locos sueños, prisioneros y vagancias, y consumido amor como hoguera que a sí misma se devora, hayan aprendido su nombre verdadero. Ulises se lo dijo a los feacios: «Yo me llamo Nadie»… El peregrino de este nombre, como una sombra, descansa a mi lado, ahora.

—No es la primera vez —le digo— que vienes, oh Ulises, al país de los cimerios, de los que se dice que nunca vemos el sol y es solamente una costa desolada. Tu barca ha llegado, tierra adentro, por oscuras aguas, hasta el río Aquerón, y has visto, en lo alto de una colina, el bosque de Perséfone, poblado de sauces y de álamos negros. Y hablaste, en el umbral del Erebo, con los héroes muertos, y yo puedo, si quieres, repetirte las inolvidables palabras. Otras veces te las he dicho, como toda tu aventura, con el libro de Homero en la mano, y te sentía latir, tal un enorme corazón melancólico, en mi propio corazón. Y te he dicho que no es cierto que los cimerianos no veamos el sol, que ahora mismo tan poderosamente luce que tu propia sombra da sombra, y te conté también de nuestros ríos, que no son negras corrientes sino dulces venas caudales de agua viva, y los sauces y los álamos son alegre corona de la brisa en la colina antigua. Eran funerales tus ojos, que no la tierra mía. Solamente pudiste libar sangre en la pradera de asioderos, pero teníamos vino los cimeriamos para ti, de nuestras propias viñas cálido y perfumado labio, y te aseguro que a Tiresias, por lo menos, le hubiese gustado, pues era de tierra de vino que ponía azul la boca del bebedor, ver caer el chorrillo de la jarra a la blanca taza y cómo el vino la pinta del propio color de la violeta. El vino acerca las islas de la nostalgia al corazón, Ulises. ¿Podrías beber ahora, en este portal fresco, en cuya puerta han colgado la rama del laurel romano, y en la espuma del vino, de vivaces ojos, ver a Itaca dulcísima y lejana?

Yo no quise, en verdad, herir al héroe, tan amado. Yo había imaginado a Itaca, no como parte de los peritura regna, de los reinos condenados a la muerte, sino como imperecedera ciudad y eterna monarquía. Itaca es una de las tierras esenciales del Occidente, la potencia misma de la fidelidad y la aventura, y hermosamente libre, y su rey, Ulises, el hombre libre y mortal, por definición. Calipso le daba, en copas de oro, los manjares que hacen inmortal al hombre, pero Ulises los rechazó por ver algún día a Itaca, una isla blanca, en el horizonte, y enterrarse en la plaza, para que él, que más que nadie y mejor habló, aún después de muerto pudiera oír las palabras de los pasajeros y los ciudadanos, las mariposas mágicas. Las nuevas de cada día eran que Itaca se hundía. «Itaca bajo las aguas» titularon los periódicos. Y yo tenía a Ulises a mi lado, bebiendo al amor de la sombra, y había que decirle que Itaca no existía. Ir a Troya a la guerra, vencer con el arma y el engaño, y navegar tantos días como hebras tenía el ovillo de Penélope, navegar hasta la ira y la desesperanza, ir y venir sin pausa, y el único sueño, en tanta navegación, llegar a Itaca al alba, aunque solamente fuese para morir, ¡e Itaca no existe! ¿Dónde, Ulises, colgarás el remo? ¿Dónde tejerá Penélope tu insaciable ir y venir? ¿De qué árbol penderá el arco y sobre qué tierra se apoyarán firmemente tus pies cuando lo tiendas y adonde volará la flecha mortal y reveladora? Yo, el cimeriano oscuro, no osaba preguntarle al gran rey por Itaca, y vertiendo el vino de alto, para que hiciese grandes ojos la espuma, lo invité a ver en ellos otras lejanas islas de la fábula, pero el rey de la astucia y la melancolía, levantándose y acercándose a la puerta, acariciando con la mano derecha el romano laurel, tan hermoso como el jónico de sus coronas, y mirando hacia la vega, tan viciosa ahora con el maíz y las viñas y la gracia lanzal del lúpulo y al río que pasa, sollozó.

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