El verano en Tirnanoge

Esa isla perpetuamente florida de los celtas que se llama Tirnanoge, y a la que Ossian viajó, había un día en que todas las hojas de los árboles, todas las flores, todo lo que allí decía la primavera perpetua, se marchitaba y moría. Una fría tarde silbada de aquilones, y una oscura y larga noche surcada por el rayo y tamborileada por el granizo, convertía en cenizas los jardines y ausentaba los ruiseñores. Pero al alba siguiente todo volvía a nacer, y en una breve hora Tirnanoge, la Isla de la Eterna Juventud, la Florida, aprendía a declinar de nuevo, rosa rosae, el aroma, la caricia y la gentileza del verano. Todos los que moraban en Tirnanoge se refugiaban en el hogar del rey, tomaban brasas del fuego regio en el cuenco de sus manos y esperaban, sin dormir, el alba. Si saliese alguno de los felices habitantes a la soledad nocturna, lo tomaría al instante la vejez en sus manos, pero no la «cruda senectud» que dijo el latino por una noble, serena, paciente ancianidad, sino una inquieta y aterrorizada decrepitud, una vejez quejumbrosa y mendicante. Los propios de Tirnanoge, los floridos, no podían soportar su vista, que la vejez era allí enfermedad, lepra intempestiva, y despeñaban al doliente en los sonoros acantilados. Y sobre todo, no dejaban que las doncellas viesen al anciano. Beatriz no debía, Julieta no podía contemplar la Muerte. (Un tema para trovar en la Provenza por los maestros en el saber de amor: ¿qué amor podían conceder unas doncellas que ignoraban que el hombre es mortal? Es, también, en cierto modo un tema petrarquiano; el Petrarca hubiera formulado así ¿cómo puede saber una mujer lo que es amor si ignora que es el hombre un solitario herido y moribundo? Y a continuación hubiera cantado: «La sangre joven fatiga mi memoria, que resiste el sueño». La sangre joven que el Petrarca tuvo un día, cuando Laura sonreía: fue en verdad una hermosa llama. La reconoció aquel buen caballero don Garcilaso de la Vega, que escribiéndole al señor Boscán desde la Italia —iba el toledano a la guerra del César y a la muerte—, fechaba así: «Doce del mes de octubre, de la tierra do fue el claro fuego del Petrarca, y donde aún son del fuego las cenizas». ¡Nunca se rompió en la guerra frasco de más fino albafor y más suave!)

Ossian estuvo en Tirnanoge y regresó a Irlanda, renunciando al perpetuo verano. Regresó para envejecer y morir, hablar con los ancianos en las asambleas, conocer cantores que conservaban la memoria de los siglos, y ver en la batalla «cural» guerreros muertos. En Ceash los fenianos velaron toda la noche —y Ossian estaba con ellos—, el cadáver de una niña, apoyando las frentes en la empuñadura de las espadas. Y era en verano: un ruiseñor entró en la cámara y se posó en los labios de la niña. El ruiseñor de Irlanda sabía también que él, el breve músico del estío, era una flor fugaz y un amante mortal…

Por muy feliz que fuese el verano de Tirnanoge, el verano perpetuo, yo no lo cambiaría por la rueda de las cuatro estaciones del país en que vivimos. Si no hubiese oído el viento del otoño, y visto las hojas secas arremolinarse en los caminos del bosque, y si no hubiese conocido mi país bajo la nieve y amado el fuego paterno en el hogar, y recibido en el rostro el primer aire de abril, cuando el mundo renace y se viste, ¿en esta playa de Coruxo iba ahora a reconocer el verano? Y no hablo del trigo, engendrado en el terrón en invierno, verde flor en mayo, dorada espiga ahora. Mejor que ir a ver el eterno verano en Tirnanoge es tener entre nosotros, en tiempos de verano, en el alegre tiempo, a Tirnanoge, la Florida. Latir debe el hombre con el corazón del mundo, acompasarse a él. Y asombrarse de los días. Realmente en Tirnanoge no había nada de qué sorprenderse. Tengo para mí que allá no cantan los pájaros, porque es sabido que los pájaros cantan porque se asombran, como los hombres filosofan por el mismo motivo. La filosofía, dijo el griego, nació del asombro. La verdad es que nació del asombro y de la melancolía.

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