Las señales de los siglos
Cuando las grandes hambres de Irlanda, un año hubo en el que sólo se segó en toda la isla un haz de centeno, y el trigo murió en flor bajo una helada de mayo, que Young llama «la gregoriana», porque cayó en la noche del 9, día de San Gregorio; llovió y venteó después seguido, la turba no ardía, malparieron las vacas, los pescadores no iban a la mar, y la peste llamada «el orejón negro», acabó a la vez con los conejos y las ovejas en Leinster y en Donegal. «Llegó a tanto la escasez, que la familia de los difuntos, en los entierros de gente rica, daba limosna de palabra con cargo a la cosecha de los años próximos», dice un cronista. El hidalgo de Killmore, golpeando con su bastón de caña las arcas del pan, ahora vacías, medía el hambre del país, fijando en cada arca el espacio de hambre de sus siervos, como en tiempos su padre y sus abuelos medían las cuartas de grano, grano de los días de abundancia, que ahora, desde la miseria, grande, dorado y suculento se aparecía en sueños. «Hasta aquí», iba diciendo el hidalgo midiendo un palmo, «el hambre del artillero Flannagan y sus catorce hijos». Y el artillero Flannagan, que estaba presente apuntando en un papel los palmos de arca vacía que a cada cual tocaban, con lágrimas en los ojos respondía: «¡Alabado sea Dios!»… Los predicadores más sonados atestiguaban ya que aquellas hambres las mismas vacas flacas de la profecía, y el ayuno obligado de la Ultima Víspera. Tocaban, pues, al fin del mundo, y alguien se preguntó si habría supervivientes. La pregunta irlandesa encerraba a la vez una expectación moral y un interés político, porque exactamente se interrogaba: ¿Habrá algún superviviente que no sea inglés? Y un poeta aún tuvo humor para responder que podía acontecer que sobreviviera el hambre, cruel vencedora, con lo cual todavía algo irlandés quedaba sobre la tierra.
La idea de que estamos en vísperas de una destrucción, de que «algo o todo puede ser destruido mañana» por las ideologías y la bomba «H» que esas mismas ideologías manejan, como es natural que desde el principio del mundo se manejaran las armas, para la propia y justificada seguridad, está en todas las mentes. El Pacem volo, bellum paro, significa ahora nada más que esto: «yo destruiré antes». Paul Valéry les había obligado, cuando terminó la guerra 14-18, a pronunciar a las civilizaciones pasadas un hermoso discurso vagamente filosófico, y veraz en el punto de partida, aunque ya no lo fuera tanto en las consecuencias deducidas. Las civilizaciones comenzaban diciendo: «Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales». Pero todavía en los días de la postguerra 1918, aparecía claro que a una civilización había necesariamente de suceder otra, que pese a las heridas recibidas en la conciencia alguien exigía y ejercía el título de vencedor, y que en el peor de los casos, si Europa, como Palmira, pasaba a ser una ruina en el desierto, o un nombre como Nínive, el hombre, por precaria que fuese su situación, sobrevivía. Un nómada dejando pacer su rebaño, su caballo o su vaca, en las ruinas de París o de Florencia, de Viena o Compostela, era, todavía el hombre, el hombre que se llamó Abraham, y que llegaba con su cabra a la tierra nueva, dejando atrás el enorme montón de cascajo de ladrillo colorado que se llamó Ur de Caldea. Quiero decir el hombre, físicamente en toda su integridad, y moralmente en toda su memoria y con toda su esperanza. Pero en nuestros días las cosas parece que van a acontecer de otra manera: que no habrá vencedores, sino supervivientes, y aun éstos, enfermos, heridos en la integridad de su forma humana —la forma del Hijo del Hombre—, por la desencadenada energía de la destrucción, y que hasta la hierba será raída de las llanuras, y donde nazca, por años será veneno. «Las estirpes atacadas por la radiactividad», dice un biólogo, «si ese mismo ataque no las esteriliza, tardarán siglos en recobrar la estabilidad biológica». Quizás no sepa traducir exactamente la palabra «estabilidad», pero se entiende lo que se quiere decir. Hablo del ser humano, desde Nefertiti y Helena a Platón y al Discóbolo, desde Esquilo a Pablo y Agustín, desde Virgilio al Moisés de Miguel Ángel y a la Gioconda, a Cervantes y Shakespeare, etc., etcétera, herido en la forma y en la salud —salud y salvación son la misma raíz y decir—, arrastrándose por siglos oscuros en la soledad del mundo destruido. Y puede acontecer también, que como el hambre del poeta irlandés, sólo sobreviva la destrucción, para que algo verdaderamente humano quede sobre la tierra. Recientemente Ortega, midiendo el sobresalto de nuestro tiempo, concluía que quizá los hombres se encuentran por vez primera en la historia de la humanidad ante la maravillosa situación de la paz perpetua, motivada porque los mundos en pugna no osarían la guerra, que nadie ignoraba era el punto final de la peripecia del breve planeta y de sus habitantes. ¡Ojalá nos lo hicieran bueno! Este que yo soy se contentaría con una primitivización de los ejércitos en presencia, aunque no fuese tan intensa como la que el señor de la Boétie sugería al señor Montaigne, que limitaba el ornamento a la espada y la lanza, con exclusión, salvo la caza, de armas arrojadizas. Aunque tronase en la batalla la artillería del XIX, e incluso la «Gran Berta», y el prusiano atacase al francés y el griego al turco: ¿quién no preferiría, dadas las señales de este tiempo, las guerras que fueron haciendo Europa, a la guerra de un solo día en el que puede ser decidido, y por todos los bandos a la vez, que esto, el Reino de la Tierra, ha terminado?