El viaje de las cerezas
Cuando leo que Lúculo trajo el cerezo de la ribera Norte de Asia Menor, de los confines de la Bitinia o de la Paflagonia, allá por el 40 a. de J.C., y sigo la aventura de las cerezas por el mapa del orbe romano —engañosas gotas de sangre por los caminos de la dulzura virgiliana—, me parece que las cerezas se me hacen más sabrosas en la boca y, contemplando los cerezos en las fértiles pendientes de mi valle natal, me entran ganas de saludarlos diciéndoles: «¡Oh, vosotros, cerezos, cuyos padres nacieron en las colinas doradas desde las que se podían ver los altos, coronados y heroicos muros de Troya!». Y seguiría la oración y el laude, con esa tendencia que yo tengo a la patética de Bossuet, hasta llegar a una estampa frívola en la que las marquesas del XVIII de Francia por frágiles escaleras suben a hacer la dulce cosecha de junio —tantas cerezas como besos, tanta cerezas como sonrisas—, y pondría punto final con una laca a la grave manera japonesa: una sola rama con las hojas casi de oro y las menudas cerezas de larguísimo tallo, sobre el oscuro fondo, o con un papel pintado, por ejemplo, con la historia de la familia color cereza maguchi de Lafcadio Hearn. Y en vez de decir «he dicho», recitaría los tres versos de un hai-kai:
«—¡Mira cuantas mariposas colcitarias
se posaron en las ramas de esos árboles!
—No son mariposas: son los sueños del amor
que el viento lleva, y dejan en las ramas
la imagen de los labios de las enamoradas».
Por esta tierra tenemos también cerezas maguchi, redondas, brillantes, de tintas claras, casi pequeñitas manzanas: son las que los franceses llaman bigarreaux, y por aquí garrafales, que me parece sea corrupción de la denominación francesa. Otras son albariñas, blancas, rotundas, avesas, mouras y pedresas. Y aún quedan las guindas para el aguardiente, y con las avesas, de la familia de las ácidas cerezas del Doubs, las cerezas de que gustaba mi amigo el señor Rousseau, que las tomaba con agua de canela caliente para activar sus digestiones; con las avesas, digo, podríamos hacer el Kirschenwaser, la roja ratafia de las destilerías borgoñesas. Sería, sin duda, un kirsch aterciopelado, cálido, dulce y perfumado, como aquella centenaria ratafia que Stendhal, jovenzuelo, encontró en una vieja bodega de Grenoble: «hizo pasar por mi cerebro ideas a la vez guerreras y alegres. Exaltado, quisiera confundir un enemigo lejano, tan poderoso como imaginario». Quizá ya el mejor Stendhal esté en este delicioso recuerdo de juventud, en este alegre pourlendre embriagado y embriagador.
Doy fe de que me gustan las cerezas: las como con pan, como un labriego de por aquí, metiendo tres o cuatro a un tiempo en la boca y escupiendo de lado los huesos; me gusta verlas en las cestas, enredadas unas con otras, tal como las humanas criaturas entre sí. Ya el señor Maquiavelo usó esta comparación, de la ciudad en la cesta de cerezas, que tirando de un ciudadano vienen con él enredados otros, los del común oficio, bandería o interés, familia, etc., tal que tirando de una cereza vienen veinte o ciento. Antikafkiana condición, que parece que sólo en compañía la cereza y el hombre se ponen en orden. A los ojos del Todopoderoso, la humanidad, el «gran teatro del mundo», ofrecerá el aspecto de una gigantesca cesta de cerezas, y quizás los sociólogos quitarán más provecho de una meditación ante la cesta de cerezas, que de esos estudios sobre los pueblos primitivos que de siempre son tan caros. Y volviendo a Kafka, allí a la página de su Diario, donde dice: «Toda cosa no es más que imaginación, la familia, el oficio, los amigos, la calle, todo imaginación», tan desesperado y solo como estaba, yo le hubiese regalado una cesta de cerezas blancas, y ante ella le hubiese hecho reflexionar sobre la humana condición, sobre el libre arbitrio y como yo hablo contigo, los trabajos y los días, los siglos y los niños, las lenguas que los hombres hicieron en común y qué es orar. Quizás exista, como dice Brod y otros, una «esperanza kafkiana», y sea desde ella y no desde una «desesperación kafkiana», como haya que leer a Kafka y entenderlo y amarlo. Pero «amar» es un verbo que para Kafka era pura imaginación, y «entender», para el aterrado hebreo de Praga es, simplemente, no sobresaltarse ante el absurdo… Entre los hombres yo, como una cereza entre las cerezas, que tirando de mí sale conmigo una confusa compañía y parentela, a la esperanza, a la esperanza que me atengo no es al orden y sosiego que en mí ponga la desnuda soledad, sino a la remisión de los pecados y la resurrección de la carne, tal y como digo «Credo»…
Y ahora me recuerdo del artillero Flannagan, que habiendo oído pintar con vivos colores a un predicador francés que resucitaremos un día con los mismos cuerpos y almas que tuvimos exclamaba: «¡Será ruidosa romería!». Flannagan no comió cerezas en su Irlanda natal, que solamente en O’Toole había un cerezo y no daba más que una cereza: un año la comía el arzobispo Primado de Armagh y otro año un ave que pasaba volando…
Volando pasaron los cerezos floridos, y volando pasan los rojos y dulces frutos, un sabroso tesoro, como en el hai-kai:
«—¿Son cerezas o es un tesoro de piedras
preciosas derramado por el árbol?
—Es el tesoro del cerezo».