Memorias de Mariazell
¿Se pueden tener memorias y nostalgias de un lugar donde nunca se estuvo? Yo las tengo de Mariazell, el famoso santuario y monasterio austriaco, desde el día mismo en que leí Fra Vernero, de Otero Pedrayo, uno de los más bellos y apasionantes libros del maestro de Trasalba. Otero lo había escrito atraído por la figura de Zacarías Werner, que en Mariazell, después de su conversión, terminó sus días. Otero Pedrayo nos cuenta en el breve prólogo cómo de niño había leído, en El Museo de las Familias, un artículo corto, mezcla de piedad y admiración, sobre el autor de Lutero. En las historias de la literatura, Werner es poco más que un nombre entre dos fechas, y en la propia Alemania no es fácil encontrar sus obras. Otero Pedrayo sospechó en Werner una gran figura, condenada al olvido por las injusticias de la crítica. Y no se equivocaba mucho. Habiendo leído Fra Vernero, recogía yo toda cuanta noticia encontraba sobre Mariazell y Werner. Hace unas semanas, un profesor croata emigrado en los Estados Unidos y que acudió a ganar las perdonanzas compostelanas, hablándole yo de Mariazell, se me confesó devotísimo de la Virgen de la manzana, y ahora alguien de allá, por indicación suya, me envía fotografías de la iglesia, del monasterio, del lago Erlafy, de la cascada del Lassing, de un puentecillo sobre el Salza, y de la Virgen milagrosa, naturalmente, en su altar barroco… Mariazell, por otra parte, está muy unido a las peregrinaciones austriacas y húngaras a Santiago, que allá tiene capilla, y está jinete, degollador de muslimes, para la patética de aquel limes, turcos de barba puntiaguda y mejillas pintadas con azafrán.
Pero no era de esto de lo que quería contar, ni siquiera de la sombra del converso Werner, leyendo encorvado en el refectorio, o predicando el domingo a la mañana en una pequeña iglesia campesina, y rechazando cortésmente, él que había bebido todo el Rin y la Borgoña y había sido acusado, en su viaje a Italia, de ir a remediar la crisis del Chianti y de los vinos de los Castelli, el vasito de kirsch que le ofrecía el anciano párroco. Quería decir yo que el olor de Mariazell, por ejemplo, me es conocido sin haber estado allí. En mi memoria hay un olor Mariazell, mezcla de manzana, de heno y de rosa, y unas campanas de la tarde, mozartianas, las campanas más próximas al violín que sean —si es que es posible—, fuera de la poética, campanas que se pasen a violines. Mariazell está en un valle alpino, más o menos del tamaño del mío natal, y por donde en el mío, sobre redondas colinas, se percibe la claridad marina, en el de Mariazell se abre el espejo del lago Erlafy, que viene a ser lo mismo. Los viajeros hablan del enorme silencio de Mariazell, a la anochecida, y cómo se confunde el eco de los cantos monacales con el rumor del río. Los húngaros y los husitas llegaban violentos, y cortaban cuellos de monjes, pero no podían cortar el cuello del río, que seguía incansable entonando vísperas y maitines. El abad mitrado de Mariazell tenía siempre un cuervo avizor, que acudía alarmando avisando que subía el turco o corría el magiar, pero había que mandar correos a Viena y el cuervo se negaba a seguir, y menos mal que Nuestra Señora siempre ponía algún obstáculo en el camino del otomano, generalmente en forma de fiebres o nevada imprevista. Mariazell, la celda de María, verdes prados, tejados rojos, manzanas doradas, cúpulas plomizas… En la plaza, ante la basílica, un mendigo toca el violín, y un lego espera, sonriendo, a que termine la tocata para ofrecerle un jarro de cerveza y un codo de pan. Como en la mañana en que Zacarías Werner llegó al monasterio con una carta de recomendación de Su Alteza de Dalberg, arzobispo príncipe de Maguncia, la más alta figura del catolicismo político y eclesiástico de Mittel-Europa en los días napoleónicos. En Mariazell era de casa. Paseaba por el claustro aspirando lentamente el aroma de un pomo de esencia de azahar. Escucho perfectamente su paso rápido, de grandes zancadas.