El castillo perdido y encontrado
Para los fieles artúricos, entre los que me cuento, son siempre noticias urgentes las que vienen de Bretaña, de Gaula y de Avalón. De Londres comunican que Camaalot o Camelot, la residencia real, el castillo de Arturo y de doña Ginebra, ha sido hallado bajo un palmo de tierra oscura del Somerset, en South Cadbury, cerca de Yeovil. Lo anuncia seriamente sir Mortimer Wheeler, presidente de la Comisión de Monumentos Históricos del Reino Unido. Otros dos eminentes arqueólogos, los profesores Radford y Alcock, expresan ciertas dudas sobre la identificación de los hallazgos: cimientos de una fortificación, cerámica, algunas armas, etc. La verdad es que Camelot ya ha sido «hallado» varias veces, en el mismo Somerset, en Queen’s Camel; en Caerlon del Usk, en Gales, en el famoso condado de Monmouth; en Winchester, y en Cornubia, en el antiguo Camelford, donde hizo nido, como es sabido, la primera pareja de cuervos que hubo en la Gran Bretaña, y que, como asegura Gaufrido de Monmouth, era de origen romano y así lo mostró en su lenguaje. Cuando los canónigos de Truro querían perfeccionar la pronunciación latina, pasaban una temporada, en la época de la sementera del centeno, en Camelford, escuchando a los cuervos, para los que equivaldría el verso pondaliano:
Feros corvos de Xallas que vagantes andás.
¿Cómo era Camaalot? He podido contemplar una miniatura de la escuela de Arras, en un manuscrito de Le román de Lancelot. A la izquierda está el caballo en que llegó al castillo la Belle Demoiselle. Un paje lo tiene de las riendas a la puerta de la morada real. La Belle Demoiselle ha entrado en la sala donde el rey y los paladines van a sentarse para la cena. Esto se cuenta al comienzo de La Demanda del Santo Grial: «En la víspera de Pentecostés, hacia la hora de nona, los compañeros de la Tabla Redonda que acababan de llegar a Camaalot, se sentaban a la mesa, después de haber asistido a los oficios, cuando una hermosa dama entró a caballo en la sala. Y se veía que había galopado continuamente, porque el caballo estaba cubierto de sudor». En la miniatura, el caballo está fuera, pero en todos los textos artúricos hay diversos pasajes en los que se entra en la sala de la Tabla Redonda sin apearse del caballo en el que se ha viajado hasta allí. Se ha pensado —véanse Béguin y Bonnefoy, por ejemplo— en una especie de atrio circular cubierto, alrededor del palacio propiamente dicho y, ante el palacio, en uno como templete, la Mesa famosa. Y el todo cercado por las murallas militares, en parte ciclópeas, de manos de gigantes hiperbóreos, y en parte de piedras cuadradas como adoquín de Porrino, que eran palabras transformadas por magia en piedra: las palabras de la hostilidad artúrica contra la grey bárbara, estrepitosa e insolente de sus enemigos, que incluía a la vez dragones, malas fadas y príncipes de tierra sin ley.