Teoría del eclipse de luna
Cuenta Blaise Cendrars que un gran jefe de los fan —creo que estas negras gentes son sudanesas, entre las que tantas historias recogió Leo Frobenius—, puso su escudo, de la dura corteza de un árbol de allá, a remojo, para que hinchando la madera fuera más fácil el herrarlo. Estaba ante la tienda del noble guerrero el escudo, el cóncavo escudo lleno de agua, cuando la Luna, poniéndose vertical, cupo entera en aquel espejo. Las mujeres del jefe, que refrescaban en el salido, fueron llamadas por su señor para que acudiesen a ver aquello, y porque tanto les gustó la fiesta, el señor fan mandó traer pieles de leopardo, con las cuales cubrió el escudo, con lo cual quedó la Luna prisionera. Las mujeres del jefe están sentadas siempre alrededor, para impedir que la Luna se escape. Pero una de ellas, la más mocita, muy curiosa, una pavisana sonriente, levanta las pieles por una esquina, poco a poco, hasta que logra contemplar perfecto y completo el disco lunar. Por eso la Luna tiene fases. Y a veces acontece que está la negrita viendo la Luna y oye los pasos de su amo —que se anuncia por los aros de hierro que entrechocan por encima de su pantorrilla—, y deja caer de repente las pieles. Entonces hay eclipse de Luna…
En algunas historias rabínicas —que han pasado a la imaginación occidental popular, por ejemplo en Inglaterra—, se dice que en la Luna se puede ver, cuando está llena, un hombre con un saco. Este hombre es Caín, que huye después de haber dado muerte a Abel. Alguna vez Caín siente tan próxima la mano y la voz de Yahvé, que angustiándose se oculta detrás de su saco. Velahí el eclipse. El hombre del saco, Caín, viene incluso en Shakespeare. No tengo a mano mi viejo Shakespeare, lleno de notas, de avisos, de correcciones, que me permita dar a ustedes el párrafo. Otros hablan del perro o de la vieja de la Luna, y otros de la gran araña, como los tibetanos. A Sven Hedín, unas gentes del Asia central le mostraron una vez unos hilos blanquecinos que guardaban en un tubo de cobre: los habían recogido del aire, y eran partecilla voladora de la tela de la gran araña lunar. Los tibetanos dicen que las estrellas, en sus vuelos, cuidan de no pasar cerca de la Luna, que la araña las atraparía como moscas y devoraría. Cuando la araña tiene hambre, se esconde para que no la vean las estrellas. Entonces es lo que llamamos eclipse.
Ya se sabe que hay pueblos solares, que cuentan el tiempo por el caminar del Sol y celebran los solsticios, y pueblos selenitas, que sujetan la cronología a las fases de la Luna. Para éstos hay como un permanente mito de muerte y resurrección simbolizado por la pálida y mudable Selene. Los pueblos solares serían generalmente agricultores, con sus ritos primaverales, y los pueblos selenitas serían pastores y cazadores. Todo esto está muy discutido, y no explica el porqué los pueblos solares agricultores se preocuparían de la sementera en cuarto creciente, por ejemplo. Cuestiones muy difíciles. Últimamente Preyssing, en un estudio sobre los pastores del Cáucaso, ha contado que cuando hay eclipse de Luna, éstos sacrifican las hembras estériles y acarician y dan golosa comida a las fecundas, y creen que en ello pende el que la Luna salga de la terrible sombra y vuelva otra vez, solemne y espléndida, a regir las noches. El terror del eclipse, ya solar, ya lunar, no creo que pueda sentirse en una ciudad moderna, a la que se le avisa del acontecimiento por los periódicos. Pero en la inmensa soledad bucólica, en una alta cumbre pastoral, el que de pronto la Luna sea devorada u oculta por alguien que llegó secreto y silencioso, tiene que impresionar. Y en el corazón humano tiene que encenderse el inmenso deseo de que regrese, fría madre nocturna.