Saladino en Asturias

En el concejo de Luarca, más allá de Cañero —más allá del Esva, que va al cántabro mar tan sereno, y vestido de verde oscuro— está Villademoros. Me llevan a ver la torre, que quizá sea del año mil. Se le han caído las almenas, y dentro de ella ha nacido un laurel, que derrama por aspilleras y ventanas sus felices ramas. Los señores de esta torre han hecho hocicar contra las arenas de estas playas al normando y al moro. Eso dicen. Don Teudis Rico de Villademoros vino contra el normando cuando éste intentó, en Luarca, «enrojecer el pico del cuervo», que diría el escalado que hablase de los muertos en la batalla, y lo dispersó. El escalado diría: «Los halcones de la ribera fueron desplumados en el prado de la gaviota». Es decir, las naves fueron destruidas en la misma playa. Don Teudis va a tener ahora, en Luarca, en la Mesa de los Mareantes, un panel cerámico en el que aparece aporreando vikingos con notorio entusiasmo. Quien enrojeció esta vez el pico del cuervo, y sació el buitre y el águila fue don Teudis. Regresaría a su torre bebiendo sidra en el cuerno de Odín. La torre está en un alto, vera de la mar, rodeada de prados. Nunca vi tanta mariposa junta como vi allí: volaban parejeras, blancas, amarillas, ocre y negro, rojo y negro. Volaban nupcias en la dorada tarde.

Una vez desembarcaron piratas moros en Cañero, y un nieto de don Teudis les salió al paso. Todavía estaría en buen uso la maza del abuelo. El combate duró siete días, y al fin, el Rico de Villademoros logró empujar al pirata a su nave.

—Llamábase Saladino, y quedó solo peleando, que los otros moros o murieran o fuyeran. Saladino pidió paces, y dijo que quería hablar con el cristiano. El cristiano le dijo que esperase, que iba a vestirse de fiesta y lavarse.

Cuenta la historia un aldeano que estaba segando hierba y suspende la faena para venir a saludarnos. Es colono de los dueños del lugar y la torre, que viven en Madrid. Alto, flaco, ojos negros, la voz ronca, el decir nervioso.

—Saladino era un xigante. Esperó a que viniese el Rico, que se puso los lujos todos, y estuvieron hablando mano a mano un día.

—¿Se sabe de qué? —pregunto.

—De las nuevas que andaban y de riquezas que tenían ambos. También hablarían de mulleres, que los Rico siempre afalaron mucho en ellas. Y Saladino tenía más de cien guardadas en una villa. ¡Yéranle otres vides! ¡Y otros homes!

Le pasa piedra a la guadaña y se vuelve a su siega. Se oye cantar en la hierba el filo de la guadaña. Yo me quedo mirando en el segador la nostalgia de esas otras vidas pasadas, y los hombres. ¡Ay, que hay quien siega en el prado de los siglos! Segados fueron el Rico de Villademoros y Saladino. ¡Mira que haber llegado hasta este arenal de Cañero, donde el Esva truchero muere, el Gran Soldán! Yo iba a intentar explicar a los amigos que me acompañaban que quizás ese «Villademoros» sea un «Villa Mauri», es decir, Villa de Mauro, y que allí, donde está la pétrea torre, moros no habría habido, que no se les perdía nada en aquella soledad, como no fuese cazar mariposas. Pero el nombre de Saladino, flor de caballerías, me hace callar. Si hay historia que dice que estuvo en Roma y a las puertas de París, ¿cómo no aceptar, si un labriego tiene memoria del hermoso nombre, que peleó aquí? Basta que estén vivos la memoria y el nombre, para que todavía esté aquí la sombra y en la arena la huella de su pie. Era muy hermoso y gentil, y traía siempre muy ceñida la cintura, por presunción. Sonreía pocas veces, pero cuando lo hacía, los que estaban a su lado y le veían la sonrisa, se alegraban como si en un largo viaje invernal encontraran un hermoso fuego, o como si les regalasen un anillo de oro. Saladino era rubio y cazador, y como nuestro trovador Fernando Esquío, a las aves que cantaban, a ésas no las quería matar…

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