Un camino en la mañana

No tengo ni la menor noticia de quién fuese Tecla, ni creo haber visto nunca imagen de ella. Ni sé si es la que por mi país natal llaman Santa Trega, patrona de caminantes, romeros, vagabundos y animales sin dueño, y que parece podemos identificar con Santa Trahamunda. Si fuere así, en los altares estará como lo que era, una dulce niña callada. Hilaba mientras caminaba, según la conseja, y dejaba correr ovillos por la devanadera de los caminos, con lo cual siempre sabía regresar. La cosa de la tierra, su fruto más destinado a morir y perderse, más todavía que el peregrino o el nocturno viajero, es un camino. Si estables son los caminos, si permanecen sobre la costra terrenal, no es tanto, digo yo, por memoria que ellos tengan, cuanto que por ellos pasó un día cierto viajero cuyos pasos son imborrables. El camino de Emaús, ¿cómo osaría perderse, huir, desaparecer? Los caminos están puntuales en la mañana aguardando los pasos del caminante como un viejo can la caricia en el lomo por la mano del amo concedida…

Viene todo esto a cuento de que el otro día cruzábamos Manuel Prego, el poeta Márquez Peña y yo el valle del Rosal buscándole la salida que tiene por Goyán sobre el Miño, río al que allí tientan y encuentran marinas claridades. Muere muy noblemente en verdad el Miño, maduro, sonoro y lento. Desde la altiva miranda del Tecla bien se ve cuan heroicamente fenece. Desde el río a las cumbres de la ribera portuguesa, desde Camina a la fuente de Teixeira de Pascoaes, que por allí estará, entre las más oscuras soledades de tierra miñota, el aire se vestía de cristales: quizás aguas del Miño que se prefieren polvo en el aire que ondas en el mar. Muriendo como un gran rey mi río, el río que cerca la provincia natal, acaso vaya diciendo, como en las sagas y en la crónica de Snorri Sturluson, unas palabras de despedida. Puede ser que nostálgico diga: «¡Me han concedido una tierra tan breve!».

O fatigado de batallas, gran corcel de las verdes crines, comente: «El escudo de esta tierra era al fin tan duro, que mi lanza se quebró cuando llegué rompiendo al borde». Pero moría allí, en la enorme claridad, ante nuestros ojos atónitos. «E nin siquera ti río has de poder ir ó ceo»… Manuel Prego tarareaba la «Heroica» de Beethoven. Música más humana, más en el orden de lo que lucha, es herido y finalmente muere en el mundo de los hombres mortales, que el wagneriano canto al ocaso de los dioses.

Después de las especies sacramentales —el trigo, el vino, el aceite—, y del hallazgo imprevisible del fuego, de las cosas que el hombre verdaderamente sembró en la tierra, ninguna puede compararse a los caminos en hermosura y milagro. Salir de la ciudad y hallar en la mañana tendido un camino que conduce a tanta maravilla, a tan insólita música, a Trega vagabunda y niña, a un río antiguo y tan amigo, la verdad más parece hallazgo de imaginación melancólica que verdad. Nunca me extrañó que la melancolía estuviese incluida entre los pecados capitales, pero, la verdad, tampoco que pueda estarlo entre las virtudes teologales. Haciendo por el feliz camino el viaje de regreso, dando gracias al Señor por la mañana, el camino, el sol, el agua, se podría decir: fe, esperanza, caridad, melancolía.

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