Viajando con Froissart

Me he metido, entrando ahora mayo tan alegre, a viajar con el cronista Jean Froissart —el Frosardo de los Anales del aragonés Zurita; salen graciosos y expresivos estos nombres corruptos, y el que más me gusta de los que chapurrearon los españoles del XV y XVI, es el Guatarrás de la piratería, a la letra inglesa Walter Raleigh. Están por traducir a la lengua castellana las historias españolas que vienen en las Crónicas de Jean Froissart o Juan Frosardo, y hace notar el profesor Bagué que «ni citado lo encontramos en los repertorios de fuentes de nuestra historia», al clérigo viajero. A Middelburgo de Zelanda fue a enterarse de las guerras de sucesión de Castilla—, paseando Galicia el rey legítimo, señor duque de Lancaster, y allí viene el cerco de Ribadavia por Sir Tomás Perey, la cita de los fuertes vinos y armados los judíos en las almenas: corrió la sangre mosaica, y no hubo nunca en el Ribeiro vino más cabal y graduado. Estaba en Middelburgo de Zelanda un portugués, mosén Fernando Pacheco, consejero del rey de Portugal e ilustre mercader, quien debía de tener una solemne memoria, ser curioso de todas las novedades de su tiempo, y celebrar con sumo gusto pláticas políticas en las posadas, remojadas con las valerosas cerezas flamencas, y el lusitano puso a Frosardo al tanto de las castellanas contiendas. Tiene el cronista francés un decir sabroso y novelero. Ahora mismo, para acompañarme en la siesta, me regala la historia del extraordinario sueño y desasosiego de aquel hermano bastardo del señor conde de Foix, que se llamó mosiú Pedro de Bearn, y que la resumo para ustedes.

«A mosiú Pedro de Bearn a menudo le sucede que por la noche se levanta dormido, se arma, desenvaina la espada y combate invisibles enemigos. Y escuderos y criados suyos, que duermen en su cámara, lo despiertan, y cuando le dicen lo que hacía, responde que nada sabe, y aun mienten. Está casado con la condesa de Vizcaya, prima del rey Enrique II de Castilla, y la dama vive en este reino con sus hijos, por temor de los nocturnos desvaríos de mosiú Pedro, de este caballero separada. La primera vez que se le notó a mosiú Pedro del desvarío éste, fue en la noche de un día en que el bastardo de Bearn había cazado un oso gigante en los bosques de Vizcaya. Había dado muerte el oso a cuatro de sus perros y herido a otros muchos. Entonces mosiú Pedro de Bearn tomó una espada de Burdeos que llevaba ceñida, enfurecido por la muerte de sus perros, acometió al oso hiriéndole, derribándole y al fin dándole muerte. Regresó a su casa de Languendendon de Vizcaya, y sus criados trajeron a la casa el oso. Todo el mundo se maravilló de la corpulencia de la fiera, y alabó el valor del caballero. Su esposa, la condesa de Vizcaya, así que vio el oso, cayó desmayada, dando muestras de gran dolor: hubo que llevarla en brazos de criadas a su cámara. Y pasó dos días con gran tristeza y llorando cada hora. Al cabo de tres días dijo a su marido: “Monseñor, no recobraré la salud mientras no vaya en peregrinación a Santiago de Galicia. Dadme licencia, y permitidme que lleve conmigo a nuestros hijos Pedro y Adriana”. Mosiú Pedro dio la licencia, y la dama se fue peregrina, muy acompañada, y llevando su tesoro de oro y joyas, porque sabía que no había de volver. La condesa cumplió la peregrinación, y fue al regreso de Santiago, cuando se quedó en Castilla con su primo el rey, negándose a regresar junto a su marido. Decíamos que fue en la noche de cazas cuando a mosiú Pedro le vino aquel desasosiego y la pelea nocturna. Y opinan muchos que la dama de Bearn, desde que vio al oso ya lo sabía, porque en cierta ocasión su padre había perseguido a la gigantesca fiera en una cacería, y mientras lo seguía, oyó una voz que decía: “Tú me cazas sin que yo haya hecho ningún daño, pero morirás de mala muerte”. Y el viejo conde no vio a nadie. La dama, cuando vio el oso, recordó esto, y que a su padre lo mandó decapitar sin motivo don Pedro el Cruel. Y afirma la señora que a su mosiú Pedro han de sobrevenirle grandes males, y que aún guarda algún secreto más de esta historia». A continuación, Frosardo (libro III, cap. XIV) pone muy estofada la historia de Acteón convertido en ciervo por haber visto a Diana en el baño, y discurre que quizás el oso fuese el cazador de la misma especie que el «experto, gracioso y gentil caballero griego, mosen Acteón». Ahora ciervo por los bosques helénicos, felizmente galopando.

Como ustedes ven, paso muy cabales siestas, a la sombra de los manzanos que dejan ya caer con la brisa de flor —nieve blanca, nieve colorada— sobre el libro abierto de las Crónicas de Juan Frosardo. Y viajo con el clérigo por aquella enorme y delicada Europa del Trescientos. Ahora mismo, sin más, voy a Londres con el rey de Francia Juan el Bueno, que había estado allí cuatro años prisionero, y que había prometido volver «para ver a la hermosa condesa de Salisbury». Londres tenía una ventana sobre un pequeño jardín con rosales de Borgoña, y la condesa estaba asomada a ella, pues era día de sol, con una rosa en la mano derecha; la mano izquierda la metía en un vasito de agua y se entretenía en salpicar con las gotas de sus dulces y largos dedos, la colorada rosa. Juan el Bueno se quitó la birreta adornada con una pluma de faisán y antiguas monedas de oro, inclinó la cabeza. Luego, se fue a morir a una posada, que ya la había visto, a la hermosa señora.

Viajes imaginarios y reales
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