M. de Saussure viaja a los Alpes
Pues los años pasan —nos pasan, pero quedándose, «quieta sombra reposa en ti»—, va para treinta que en la Biblioteca Provincial de Lugo leía yo el libro de Horacio Benedicto Saussure Viajes por los Alpes, y he de confesar que de aquella lectura todo lo que recuerdo es que el geólogo ginebrino subió al Mont-Blanc y al Mont-Rose, y atravesó catorce veces las soledades alpinas, por ocho puntos diferentes. También recuerdo, porque lo decía el prólogo a aquella edición de los Viajes, que M. de Saussure inventó el higrómetro de cabello. ¿Usaría cabellos de las recatadas ginebrinas M. Horacio para su invención? Quizás una ciencia sutil pudo distinguir entre el cabello de las rubias y el cabello de las morenas, y sería feliz y graciosa polémica discutir qué pesa mejor la humedad del aire, si la hebra dorada o el hilo de ébano, y si es mejor un cabello de niña o de moza, de soltera o de casada… El Dr. Johnson, en su Taumaturgia naturalis, le hubiera dedicado un capítulo, y el miércoles escolástico en la Gran Cartuja, de donde vienen los higroscopios de tripa de cordero, esos del fraile y la capucha, aquellos monjes que es fama olían a las finas hierbas del chartreuse, hubiéranse dividido en bandos todavía más iracundos que los que suscitó, en el siglo XVI, la opinión de un maestro de novicios que oponía la ensalada de trufas a la meditación, porque la trufa calienta las flemas, torna al pacífico en bullicioso, y finalmente adormece al comellón. Las trufas en ensalada vencieron a la meditación, y es ésta la más conforme solución con la fe católica, a lo que entiende… Pero estábamos con monsieur Saussure.
El asunto es que me he tropezado en un folleto de propaganda turística, que invita a visitar la Saboya, con este delicioso grabado en el qué aparece Horacio Benedicto subiendo el Mont-Blanc con sus guías, discípulos y espoliques, y un arrapiezo que va delante con una escalera de mano, y que es la figura más graciosa de la dieciochesca ascensión —año de 1787—. Lamento hoy, tanto como otras veces, mi falta de memoria, que me impide recordar las incidencias de la subida de M. Saussure a la más alta cumbre alpina. Pero recuerdo que el profesor de Ginebra, como un Goethe emocionado, señalaba, desde la cumbre máxima, a sus compañeros una neblina rosada que discurría entre las cumbres, y a la que daba el nombre del río, Doria Baltea, que hace el valle de Aosta, y donde comienza el país en el que florece el limonero… Con su levita verde botella, con su sombrero negro de doble ala, con su bastón de puño de plata, M. de Saussure, a 4807 metros sobre el nivel del mar, pisando la nieve, soñaba la bajada a Italia como una resurrección, como la resurrección de la primavera. Claro que su bastón no era el cayado de San Goar, ni tampoco el caballo militar del general Bonaparte. Monsieur Horacio Benedicto subía al Mont-Blanc en virtud de una cierta filosofía, empujado por la urgencia de la Ilustración, profeso de las Luces, e hijo del siglo XVIII, aquél, y es cierta la afirmación dorsiana, «en que el hombre estuvo más lejos de la prehistoria». Subía al Mont-Blanc para experimentar con sus pulmones el aire puro, soberano silbador de las cumbres, reconocer la flora y la roca, y reducir el aire, la cumbre, la humilde florecilla y el liquen, y la pizarra o el cuarzo a orden y familia, a diccionario de historia natural, que acontece ser la menos natural de las historias… Pasar los Alpes, por los puertos alpinos buscar el Sur, asomarse a las claridades itálicas, soñar Toscanas como quien sueña violines en la anochecida o alondras en la mañana, no era imaginación de M. de Saussure, aunque le alegrase la tibia solana de una posada sabauda, y las primeras viñas. Sus dioses se llamaban Linneo y Buffon, y su gozo era añadir latinos significativos a las clasificaciones, poner en mapa las cumbres, medir los ásperos picos, ordenar, ordenar, ordenar… Suponed que M. de Saussure, cargado con toda la filosofía de la Ilustración, calvinista moderado, se tropieza en uno de sus catorce viajes a los Alpes con San Goar, el ermitaño humilde que colgaba de un rayo de sol la pesada capa invernal y con su cayado apartaba la nieve ante su ermita para que las flores se apresurasen. Suponed que hay alguna lengua en el mundo en la que pueden entenderse el «romántico» y el «ilustrado» —el señor Samaniego hablaba con su perro—. Suponed que ambos dialogan acerca de lo que los jónicos, y nosotros, llamamos «la naturaleza de las cosas». Suponed que M. de Saussure lleva en el bolsillo un higrómetro de cabello. E imaginad que San Goar lo saluda haciendo llover por avemarías, nevar con canciones, o hacer salir el sol con decir aleluyas cantando. Pocas cosas me parecen más urgentes que provocar este diálogo. Y sería tan esclarecedor, que sólo por oír cómo el geólogo enciclopedista saludaba al santo dramaturgo, yo me convertiría, y gratis, en el arrapiezo que lleva la escalera de mano para que M. de Saussure, con su bastón de ébano y puño de plata, a 4807 metros de altura, pudiera medir la humedad del aire, con el cabello rubio de una viuda de un escribano de Ginebra… Porque lo que más me interesa a mí saber es la cantidad de imprevisión, fantasía, asombro y despilfarro que forma parte de lo que venimos diciendo, y con mayúscula, Naturaleza. Porque ahí es donde está el secreto.