Los peregrinos y los milagros
La verdad es que yo quería, para este extraordinario de «Faro de Vigo» dedicado a la fiesta de Santiago el Mayor, poner en verso un milagro del Apóstol, y en prosa las jornadas de un peregrino. La forma podía ser la «quaderna vía», que es manera, a mi ver, muy sabrosa de versificar, si es que no lograba yo un pie, y con un racimo de pies una estrofa, que tuviesen el aire sosegado, la andadura grave, el festina lente —apresúrate despacio— del camino de la peregrinación. El milagro lo iría a cantar muy lejos, pongamos que entre los coptos, y en los días en que estos cristianos celebran la fiesta de Santiago, que es el doce de abril, por memoria que tienen, como los sirios de Antioquía que lo celebran el treinta, de que Herodes Agripa decapitó a Jacobo en un día vecino a la Pascua. Con lo cual me sería muy graciosa cosa decir cómo es la primavera en el país del Preste Juan. Ya sabéis que no es fácil allí distinguir los pájaros de las flores, que unos dejan el aire para venir a deshojarse a una rama en un jardín, y otras, cuando abren pétalos de mil colores, dejan la rama y el jardín por el aire y sus estancias, y aun alguna flor llega a cantar como el ruiseñor en la noche. Y allí donde fue el milagro, que sería el del doncel que perdió el mayor bien de la vista cazando gacelas tempranas en el desierto y la recobró porque una tía suya, monja en Alejandría, lo ofreció a Santiago y a Santa María Egipcíaca, y era la tal monja pariente del Preste Juan y dejó el mundanal ruido y la alta sociedad por causa de un bigote espeso que tenía; digo que allí donde fue el milagro, estaría la Corte toda del Preste, con el León de Judá vestido de ceremonia, y el Abuna de Ajum incesándole la espada, y un friso de negras y rizadas cabecitas, los monacillos, quitasoleros y flautistas, asomaría entre las nubes de incienso, y el asno del Abuna, desciende por línea directa de la burra ceñal de la Huida a Egipto, comería festuca fresca que un ras de doble sombrero le ofrecía en una fuente de oro con el versículo por divisa: Deus salvavit homines et jumenta. Y ante el Preste Juan, de una maceta brotarían a la vez jazmines y chorros de agua, y el doncel del milagro estaría de rodillas, con el pelo cortado y en el cuenco de las manos dos perlas que ofrece por memoria de la luz que volvió a sus ojos. Todo lo tenía imaginado, y aun el sermón del Abuna, en el que pensaba poner un elogio muy estofado a la santa Compostela:
«Las leguas de la tierra, las leguas de la mar,
todas la alrededoran, por sus torres mirar.
Campanas que quisieres, las oirás cantar:
por las leguas del cielo la vienen visitar.
Agua y limosna tiene Apóstol por vecinos,
y en su Tumba posan la frente los caminos,
que son como cien ríos, muy ricos en molinos…»
Pero no me satisfizo la invención, y ha de quedarse hogaño sin mis versos el Señor Santiago.
Las jornadas del peregrino las tenía preparadas para aquella buena viuda de Bath, mujer algo sorda, que viene en los cuentos del grand translateur Chaucer, y que bajo el testimonio del propio Chaucer, sabemos que peregrinó a Roma, Boloña, Colonia y Santiago de Galicia. Imaginaremos que viene en barco de Londres a Laredo, en las Asturias de Santillana, y sigue a pie a Compostela, y tal día como hoy hace posada en Mondoñedo, en una que pongo cabe la Fuente Vieja, en la calle por donde se va por la capilla de San Roque, otro bueno y antiguo peregrino, que siendo yo niño, y viéndole en procesión de voto —que libró a mi ciudad de la peste, «cólera postema» según el protemedicato— mucho me gustaba el gentil balanceo del calabacín en su bordón. La viuda, según Chaucer, «tenía el rostro hermoso, colorado y atrevido. Calzaba zapatos muy flexibles y nuevos, y medias bien tirantes, de delicado color escarlata». Pongamos que la viuda viene al Señor Santiago por el sexto marido. Come del pan fresco, de hogaza segunda, con aquellos sus dientes, «grandes y separados». «Montaba con desenvoltura en su yegua, se cubría con un sombrero ancho como rodela, rodeábale un mante las amplias caderas, y ceñía aguzadas espuelas en los talones». Me gustaba seguir la peregrinación de la viuda de Bath por lo risueña que esta señora era. Por las mismas razones que tengo una opinión optimista del Apocalipsis de San Juan, del camino por el que se peregrina a Santiago, me hago una imagen humana y alegre, y del rezar y pedir a Santiago, como un conversar; justamente, como el sentarse en un camino a una fresca sombra, y parrafear largo y suelto. Quizás vemos, en la lejanía, unas torres, que son de Santiago, y saludamos a otros peregrinos que pasan, a las naciones y las lenguas, que van dialogando con el camino. En las tierras de pan llevar, están al sol las medas. El polvo del camino es como de una antigua miniatura. Acaso ese peregrino que adelantó en su asno trotón a la buena viuda de Bath sea el Abuna de los coptos, y el rapacete que lleva el ramal, sea un monacillo que llevará en la mochila un incesario de plata labrada, adornado con campanillas de oro, que cantan al incensar.