Una ciudad en el horizonte
Días pasados en la ría de Arosa, en el horizonte marino, vieron una ciudad rojiza, envuelta en polvo de oro. Esto era lo que me aseguraba un amigo, poeta, cuando me describía la ciudad contemplada en el espejismo, en la tarde del único día verdaderamente caluroso que ha tenido este versátil verano gallego. Mi amigo me decía que parecía una ciudad de las que puso en el aire lord Dunsany, y de las que he puesto yo mismo, inventándole más visiones de las que tuvo a Tona Teach. Estas invenciones mías eran de los días en los que yo estaba muy seguro de que los gallegos teníamos una ascendencia céltica, y me divertían los sonoros y fantásticos campeones de los días de Fion, y me gustaba la manera patética y exuberante de decir irlandesa, desde Ossian a la gente trágica de Synge, y por nuestro Pondal cantando en las rocas donde bate ronco el mar de los ártabros, y por Taliesin y Deirdre la de los Dolores, y hasta por razones políticas tal la que enunciaba invitando al labriego gallego con el «¡Erguete e anda, como en Irlanda!», la barba y el fusilamiento de sir George Casement —que luego resultó «gay», el más melancólico de todos los «gay» que fueron y serán—, el ayuno hasta la muerte del alcalde de Cork, los discursos y los amores de Parnell, las hambres gaélicas, los quelegres legionarios católicos, la poesía de Yeats, e incluso —aunque naturalmente no la haya practicado, parece ser que estuvo a punto de hacerlo José María Castroviejo en su visita a la verde Erín—, la caza a la espera del inglés protestante en los altos herbazales en los que anida la liebre y florece en julio la amapola. Parece ser que los perros gaélicos daban con el inglés por el olor de la manteca de vaca, reglamentaria en la limpieza de armas y correajes en el ejército de Su Graciosa Majestad. La misma manteca que provocó la revuelta de los cipayos en la India de la vaca sagrada. En la Galicia de 1918 y 1920, se quería hacer política galleguista siguiendo los combates irlandeses por la libertad. En estos días de la preautonomía, no solamente no se recuerdan aquellas batallas, vale decir aquellas esperanzas, sino que, con gran extrañeza por mi parte, nadie saca a relucir las figuras que antaño decoraron las ansias gallegas de libertad: como la del mariscal Pero Pardo de Cela, decapitado en la plaza mayor de Mondoñedo, en una tarde invernal, por la justicia de los Reyes Católicos. Realmente Pero Pardo era un bandolero, pero hizo figura de mártir. Duro en la represión de los sublevados «irmandiños» —labriegos y villanos contra los señores, salidos al campo a derribar las fortalezas de éstos, en una de las primeras revueltas campesinas de Europa-le aconsejaba a su suegro, el conde de Lemos, que colgase de los robles a los levantados, que «hynchiese los carballos de vasallos», lo que no obstó para que apareciese como de izquierdas en el retablo de los defensores de las libertades de Galicia. Además, le hacían salir como partidario de la Beltraneja, la Excelente Señora, lo que parece falso. Quiero decir que esto de las libertades gallegas, como otras acciones políticas, se emprenden sin romanticismo, lo que no me parece buena señal.
Volviendo a la ciudad del espejismo, a la ciudad del aire, yo inventé una vez que Tona Teach, cabalgando a la hora del crepúsculo vespertina, vio una ciudad bien amurallada, pero no puede decirse que viera las murallas y las torres; realmente lo que se veía de la ciudad eran los jardines, y aun éstos no del todo: se veía un rosal, o mejor dicho, una rosa roja, y aun había quien aseguraba que Tona Teach no vio la rosa, sino que supo que estaba allí por el aroma. Tona Teach se acercó a la rosa roja —es decir, a los jardines, a las murallas, a las altas torres— y pidió por esposa a la más bella muchacha de la ciudad. Se escucharon femeninas risas, cuchicheos y, después, una canción, en la que las muchachas de la ciudad del aire decían que si pudieran salir de allí, con su rueca y su huso, cualquiera de ellas casaría con Tona Teach: «¡Qué felices seríamos en tus brazos/escuchando quejarse al ruiseñor!», Tona Teach se retiró en silencio, mientras la ciudad se desvanecía en las sombras de la noche. El joven Rey anunció que nunca se casaría, y en todo caso lo haría cuando fuese un anciano, y fuera de Irlanda. Cuando cumplió los ciento cincuenta años embarcó en una nave con su arpista y su caballo bayo y nunca más se volvió a saber de él.
Me hubiese gustado estar en la ribera del mar de Arosa en el día susodicho para ver en el aire la ciudad rojiza envuelta en polvo de oro. Una ciudad de la que nunca sabremos el nombre. Antes cité a lord Dunsany, el gran escritor, el narrador de sueños, el centenario de cuyo nacimiento se cumple este año. Como lord Dunsany, yo podía imaginar que la ciudad del espejismo era la Carcasona del Atlántico, por cuyas puertas nunca podríamos entrar. ¿Y si esa ciudad fuese una del Paraíso?