Última parte de Rabelais

Ya dije, en las páginas de «Faro de Vigo», que andaba yo celebrando el cuarto centenario del señor maestro Rabelais con su libro en la mano. Quiero decir que tengo erudición rabelaisiana, y podría ponerme algo pedante tratando el tema, pero como me llega a lo vivo —a mi humana raíz, a mi sentido optimista del universo: soy de los que defienden el sentido optimista del Apocalipsis de San Juan, y confesando la concepción providencialista de la historia, todo lo más que la angustia del tiempo presente me toma es como una vaga nostalgia, o la melancolía de la Edad de Oro—; como me llega a lo vivo, digo yo, prefiero celebrar el centenario a cuerpo limpio, y encontrarme con Rabelais a vísperas y maitines, y pues tenía la lengua larga y el diálogo cordial, echarle un párrafo cada y cuando, que él quizá no lo tenga a menos. En latín hablaba con el cuervo del conde de Brenne, un cuervo escolástico, perito en silogismos, que cita el señor Montaigne. Dicen que el cuervo razonaba así: «Sócrates es cuervo; los cuervos son mortales; luego, Sócrates es mortal». Tras este alarde, el conde de Brenne obsequiaba a su lógico doméstico con fresilla del bosque. Algo más en limpio sacaba que el estudiante de dialéctica, del que Aristón de Chíos dice que se parece al comedor de cangrejos, que para llevar una migaja de pulpa a la boca ha de hacer un gran montón de cáscaras… La verdad es que desde que sostengo que Rabelais nació en Belaride, cabe la lama, los abedules y la colina de Seixo, y por clérigo del país lo tomo, y en voz alta digo su libro en mi lengua gallega, por estas siestas del dulce mayo, bajo la sombra viciosa de la pravia en el bosque de Silva, o bajo los manzanos del Pereno, a la orilla del río, más lo entiendo, más me alegra, mejor le veo el solaz y la burla, y más profunda y grave se me aparece su filosofía. (Y punto y aparte: para la historia del pensamiento humano —para la historia de la filosofía— que o es la historia de los apetitos, sueños, nostalgias, inquisiciones y fantasmas del hombre o no es nada, tanto me ayuda Platón como el Amadís de Gaula, tanto Gargantúa y Pantagruel como Hegel: recabo la parcela de verdad, de drama, que me conforma, y aun sobre la sabiduría decide la vida, que las más de las veces aprecia el esfuerzo de la caza sobre el valor de la pieza cobrada).

Por veces yo me alarmo, y me digo que quizá tenga una imagen en exceso rabelaisiana de mi país gallego. Cuando rezo el Credo, al llegar a «Creo en la resurrección de la carne», me sorprendo a mí mismo cargando un poco el acento, y no por angustia unamunesca, sino de puro creerlo y estarlo apeteciendo. «Cuando las gentes son felices en una tierra sedienta», dice el refrán beduino, «es que el agua no está muy lejos». Para ser feliz, y reír como Rabelais enseñó —y no hay enseñanza que más necesite el tiempo presente—, me gusta afirmar que la gente gallega está especialmente destinada y en forma. «¡Si pudiéramos alcanzar, mutatis mutandis», le digo yo al señor cura de Seixo, «de nuevo la forma románica, con un aderezo —un poco de pimienta, si queréis: un soplo de burla rabelaisiana, una punta de libertad e ironía: póngole por ejemplo los capiteles de su iglesia…!» El señor cura de Seixo siempre se calla, medio risueño, pero rabelaisianamente se rasca la espalda con una manilla de boj que le labró Ramón de Crecente: una manilla que hace la higa. Mientras se rasca, que más lo tiene por afición que por necesidad, yo le leo a Rabelais en gallego, bajo la parra, que ya empieza a cubrir, y con acompañamiento de los mirlos del huerto.

Hoy pasó por Mondoñedo José María Castroviejo, que va a un monte asturiano a matar el urogallo. Sabido es que por estas fechas el urogallo está en celo y se le mata cuando está, precisamente, en el jolgorio sonoro de sus bodas. Castroviejo manda la molleja del urogallo a Gales, para el almuerzo de las sobrinas del deán de Truro, que, a creer las crónicas, con esto y con requesón se crían muy repolludas. Ya pensamos ambos celebrar el bimilenio de Augusto en las viñas de Amandi, pero se nos pasó la fecha en dimes y diretes. Ahora, mientras José María se lleva a la boca el cabello de ángel de la tarta mindoniense, que tal parece se come las hebras de plata que ya lucen su barba carolingia, lo comprometo para una conmemoración rabelaisiana, en tiempo de vendimia, en una viña antigua; un coloquio humanístico cabe los pámpanos y los racimos, un diálogo sobre la condición humana. Como cae el vino de la jarra en la taza, caerá en la frescura de la tarde, como una risa generosa, la sombra de Rabelais.

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