El jinete desconocido

Páginas atrás, hablando de las aves de Hallenberga, les contaba a ustedes de un príncipe de Siria y Antioquía, infante de Armenia, cuyo nombre no viene en la Saga de Njals, y que sentado en un hall real en Noruega entre los vikingos adultos, dijo que descendía de Constantino, quien a su vez era pariente de Odín. Emile Male y otros investigaron que los jinetes que aparecen en los pórticos de las catedrales germánicas —el Jinete de Bamberg famoso, por ejemplo—, era Constantino el Emperador, triunfador en el Hoc signo vinces asomando por entre nubes bordeadas de púrpura. La verdad es que a Constantino lo hicieron participar de algunos mitos odínicos. Se decía de él lo que se dijo de Odín: que viviría lo que durase una vela que una mujer misteriosa y alada había dejado encendida al pie del lecho de su madre; entonces su padre, presurosamente, la apagó. En la historia de Odín se cuenta que un día un anciano llegó a la casa del rey, en Islandia, y pidió carne, cerveza y fuego; se lo concedieron todo, a condición de que contase una historia; el anciano contó la historia de la vela del nacimiento de Odín, y los campeones no se la creyeron. Entonces el anciano, cuyo rostro ocultaba el ancha ala de su sombrero, sacó de debajo de su capa un cabo de vela, la encendió en el fuego del rey y mostró aquella espléndida luz a los desconfiados oyentes.

¡Tan bella era la luz que nacía de aquella vela amarillenta que, absortos contemplándola, los hombres del norte no se dieron cuenta de que el anciano había abandonado la casa real! La vela se agotó y murió.

—¡Salid en busca de ese anciano! —ordenó el rey. Salieron apresuradamente los guerreros, y a cien varas noruegas de la casa real encontraron muerto al desconocido. Su rostro brillaba sobre la nieve y la derretía alrededor. Su barba se había vuelto de oro y su muslo derecho de asta de buey. Borges traduce «de marfil», quizás por recuerdo del mito tantálico y del famoso Paladión de Troya. Verdaderamente el muerto era Odín. Pues de Constantino se asegura que nunca se separaba de la vela que le había sido dada en don en el instante de su nacimiento. Pero un día, en su palacio de Spalato, en el Adriático —Spalato, es decir, el Palacio—, la dejó olvidada, y un esclavo la cogió para alumbrarse en las cuadras en las que descansaba el caballo «Fax» —nombre que también es otra historia; «Fax» es uno de los nombres secretos de Roma y de otras ciudades imperiales, por ejemplo, Aquisgrán y Toledo—. Y cuando la vela se agotó, Constantino falleció.

En una abadía cercana a Salzburgo, había a la puerta de la iglesia, frente a frente de San Jorge matador del dragón, un Constantino. Cuando vinieron los turcos, y violentas descubiertas de jinetes llegaron hasta la pared que cerraba la huerta abacial —guindos para el kirch, manzanos para la sidra, esparragueras dálmatas—, lanzando flechas que golpeaban las campanas y alarmaban a los pobres monjes, el San Jorge de piedra descendió de la portada gótica e invitó a Constantino a seguirle y darle batalla al infiel. Pero Constantino no se movió. San Jorge salió sereno y sonriente, como cuando se dirigía hacia la garra sexadáctila del draco capadocio. Y nunca más se volvió a saber de él. Cuando los turcos entraron en la abadía, degollaron a Constantino, aquel jinete de mármol que los miraba despectivo. Estaba hueco y relleno de estiércol, y su caballo se transformó en ceniza. Franz Werfel escribió un poema sobre esto. Pero Werfel, Fra Vernero —de quien escribió Otero Pedrayo tan bella biografía— no sabía que el jinete desconocido era el Emperador Constantino romano.

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