Carta de Irlanda

A José M.ª Castroviejo, en

viaje a la Isla de los Santos.

Si fuese verdad moderna la que fue certeza antigua, me estaría yo todas estas mañanas en la torre de Breogán, donde dicen La Coruña, intentando ver, posada sobre las olas atlánticas, la verde esmeralda que llaman Irlanda, y si una vela la llevaban los vientos a la isla, tendría por seguro que era mi amigo el señor de Tirán, peregrino al pozo de San Patricio, a las piedras asiento de las hadas en Donegal, y a la fuente memorial en Tyrone, que es sabido habla en verso y profetiza, y es de tan verdadero natural, que ni el más poderoso de los reyes que hubo nunca en Irlanda le hizo «filipizar», por lo que hay que tenerla, a la fuente, por más fuerte y divinal oráculo que al dios Apolo profetizando en Delfos. Cuando en Irlanda se perdía una ley, una canción, una ciudad, el nombre de un hada o un camino, acostumbraban los grandes señores a escoger uno de entre ellos que fuese a Tyrone a preguntarle a la fuente, y la fuente siempre recordaba. De todas las cosas que la fuente recordaba, lo que más me gustaría a mí oírle, a aquella agua viva y fresca, sería una canción enamorada, perdida en la umbría de los siglos. Cuentan que lord Essex, cuando mandaba por Inglaterra en Irlanda, fue a oírle a la fuente de su destino, y la fuente le respondió en correcto inglés, y según sospechó Sir Francis Bacon incluso con acento londinense, que vería su cuello volverse rojo, ceñido por un hilo de plata, con lo que le anunció el hacha del verdugo en la torre de Londres… Una canción irlandesa asegura en su estribillo que la fuente le dijo: «¡Ay, Devereux, Devereux, cuenta hasta cuatro!». Pero mi señor de Tirán le preguntará a la fuente, si allá llega, por el camino de Armagh, donde tras besar las zapatillas bordadas del Primado, y comprar las tres bolas de ritual, anunciará que va al pozo de San Patricio en romería. Es sabido que a los que peregrinan a la boca del Infierno, no los hiere el rayo, que alguien que guarda aquel santo camino lo desvía, como campana que lleve escrita el fulgura frango. (Leyendo estos días un relato de los viajes italianos de Hans Christian Andersen —a Nápoles le dedicó unas páginas encantadoras, acaso las más bellas de las suyas— me entero de que gustaba pasear en Sorrento hasta la casa de Torquato Tasso y la dibujó para su libro El improvisador y contaba, con su chapurrado italiano, a los hijos de un médico amigo, felices y graciosas historias. Una fue que, cuando era estudiante en Slagelse, una noche de tempestad despertó con la estrepitosa artillería celestial, y vio a los pies de su cama a un gnomo de gorro colorado. «¿Qué haces ahí?», le preguntó Andersen. «Por encargo de mi señor, te protejo del rayo». «¿Y quién es tu señor, pequeño pararrayos?» «Pues mi señor» dijo el gnomo «es Lionel de Elainor, el enano amigo de Hamlet, quien os aprecia mucho desde que un día os robó uno de los calcetines blancos con flores verdes que os calcetó vuestra madre; ahora lo usa él como sombrero los días de fiesta». «Desde entonces» decía Andersen «no tengo miedo al rayo, porque el pequeño gnomo me guarda». Pero éstas son otras fábulas). Con toda su graciosa cortesía compostelana, despidiéndose el señor Castroviejo del Primado, saldrá para el pozo de San Patricio, y no temerá entrar en él, que tampoco temió el señor don Quijote bajar a la cueva de Montesinos. Pueden, entonces, acontecer dos cosas: que D. José María, como aquel húngaro Zervas de Skáros, venza la infernal centinela, rompa el cántaro de las diablesas, libre un alma utilizada por Satán como antorcha, y regrese sin más que un chamusco en la barba carolingia, o que se pierda en el laberinto luciferino, vaga sombra en la selva oscura, ya compañero de los héroes y los peregrinos que en la frontera de Satán, sin poder volver a la luz del día, al patrio hogar y a la carnal envoltura, esperan allí el día del Juicio. Romances andarían por Irlanda, del Ulster al Donegal, cantando de un hermoso caballero, el claimoth de Tirán barbirrubio. Ulises ahora de los subterráneos mares. Pero confiemos en que al compostelano héroe el Señor Santiago a la jineta ayude.

En Mondoñedo, pues, en el vagar cotidiano, de pronto me sorprende la inquietud del periplo gaélico de José María Castroviejo, y me pongo a imaginar, en verso, conjuros para Viviana el hada y para Soominh el mago, poniéndoselos de compañeros de viaje, jueces protectores y sentimentales. Uno de los favores de Viviana es poner a la diestra pájaros consejeros —la corneja, el cuervo, el nocturno búho— y el mayor socorro que Soominh presta es el de dar fuego y techado en la noche al héroe descarriado. Llevar a Viviana al lado es como sentir que pasan, en la sombra, lirios mojados. Soominh, en la noche, destila en la alquitara el aguardiente de eléboro, padre de la alegre ancianidad, y me gustaría saber, por propia conveniencia, si el señor de Tirán llevaba presta la cantimplora. ¡Que San Lorenzo, Patrono de los destiladores, lo haya iluminado!

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