Viajes con estrella

Pues el año que dentro de unas semanas va a entrar es Año Santo en Compostela, es decir, año «de la gran perdonanza»; ya debe estar a estas horas la estrella que va a guiar a Carlomagno disponiéndose a ponerse a pique sobre la puerta mayor de Aquisgrán. La plateada, fría, parpadeante, baja hasta casi tocar las almenas de la urbe imperial. Al balcón que llaman de los Mirlos salen a verla doña Berta del Gran Pie, la madre de Barba Florida, y los perfectos paladines. Berta viene, entre las hermosas de antaño, en la «Balada» de François Villon. Viene, a pesar de su pie derecho enorme, un pie de varón carolingio, siete veces el tamaño de un pie normal. Cuando Berta camina por el palacio, al posar su gran pie tiembla el piso, y en el astillero chocan entre sí las lanzas, y en el armario se golpean las espadas nobilísimas, de nombres tan claros como los de las infantas del imperio. A Berta, de niña y de mocita, le dolía aquel pie atrabiliario, enorme, monstruoso; pero desde que casó y le nació Carlos, se olvidó de él, máxime que el niño pudo ir al bautizo metido en un zapato suyo, a hombros de cuatro señores obispos de la Austria y de la Neustria. Pues volviendo a la estrella: baja, se pone al pairo frente a la puerta y espera a que Carlos esté ataviado y salga para la conquista de España, la toma de Pamplona y la visita del Santo Cuerpo. Alegre suena el olifante de don Roldan, que no deja oír otra música, ni siquiera los atambores. Y la comitiva atraviesa la dulce Francia en busca del alto Pirineo, en cuyas cumbres el oso y el águila se saludan. Y va a la diestra del imperante la estrella compañera. Cuando Carlos llega a Compostela y se arrodilla en la tumba, la estrella remonta y rompe y queda el cielo lleno de su harina, la Galaxia perpetua.

Otro viaje con estrella es el que habrán comenzado a hacer los Magos de Oriente. Como ustedes saben, se ignora su número exacto. En Etiopía creen los cristianos de allá que los Magos son doce, mientras que en Europa estimamos, desde el pseudo-Beda y el románico, que son tres, no más, y uno de ellos —pseudo-Beda dijo— «fuscus»; es decir, negro. Nadie sabe de dónde el pseudo-Beda lo ha sacado, quizá de un apócrifo perdido. En algunas leyendas siríacas parece ser que los magos llegaron a ser setecientos setenta y siete; y en Armenia, cuatro solamente. Que, por cierto, uno de éstos era gran cazador en los otoños de su país y nunca había visto la gacela. Bajando a Palestina, en un llano, le salió la gentil galopante de los ojos color de miel, y ya el mago cazador —en Armenia son reyes magos, y no magos simplemente—, se olvidó de la estrella y se echó con sus dos perros garikis tras ella. Y aún no ha vuelto de las cazas. No se sabe dónde, en qué campo anda, tendiendo el arco esperando a que la gacela se ponga al alcance de la rauda flecha.

En los cálculos del cardenal Hiller, los magos salieron de sus países para Belén veintiocho días antes del nacimiento de Jesús, y la estrella solamente estaba a doce leguas de distancia, en el cielo, y para que bien se viese y no perdiesen los magos la guía, de día era roja y de noche blanca. La estrella los llevó a Belén y la estrella los devolvió a sus remotos países, «torres con jardines y astronomía». Pero hay una cuestión que no he visto resuelta en ninguna parte, y es la siguiente: cuando los francos fueron cruzados, iba entre ellos el príncipe de Les Baux, en Provenza. Y el tal caballero conoció allá, en Antioquía, una morenilla graciosa que resultó ser sobrina del rey Melchor. El provenzal —¡amorosos que eran entonces los de aquel reino, educados en las leyes corteses, en el canto del jilguero y en la melancolía de los trovadores!— se casó con ella.

Y reconociendo el soberano linaje de la esposa, el Baux mandó picar en los escudos sus armas y poner, en vez de ellas, una estrella, pieza que aún usan, de oro en azur. En Baux, en memoria de la boda del señor con la sobrina de Melchor, hacen por Reyes una gran fiesta.

Y por aquel matrimonio, por enlace de los Baux con los condes de Tolosa, resulta que el pintor Toulouse-Lautrec llevaba en sus venas sangre de Melchor. Pregunto yo qué hacía la sobrina de Melchor en Antioquía, y si no era una buena ocasión para que los cronistas francos aprendiesen cosas del lejano reino del mago. Pero nos dejaron sin ellas. Tampoco sabemos mucho más del hallazgo de los cuerpos de los tres reyes y su traslado a la catedral de Colonia. Hay quien asegura que volvió a verse la estrella guiadora en los cielos. Los tres reyes enterrados en Colonia tienen los huesos inquietos por estos días. Y Ernesto Helio contaba de un peregrino que acercaba la cabeza al enterramiento y escuchaba trompetería, relinchar los caballos y cantos solemnes, como si la gran comitiva real de antaño se pusiese en movimiento.

Habrá que estar atento a las celestes soledades. Acaso, cuando menos lo pensemos, vemos pasar la estrella. ¿La misma, la de los Magos y la de Carlomagno? ¡Tiene tantas el Señor Creador entre las inmensas nubes de sus dedos!

Viajes imaginarios y reales
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