Malta de los Caballeros
Ya no están allí. Ya no está el Gran Maestre en La Valetta. Ya no ondea la bandera roja con la cruz de las ocho puntas. Ahora hay liberales y socialistas, que se disputan el poder metiendo papeletas en las urnas. Los tiempos traen estas mudanzas. A los «levantes», como les llamaba el capitán Alonso de Contreras, que fue de aquéllos más naturales de allá, se los llevó el viento. Ya no salen las galeras a atender a la bajada del turco. El propio turco ha dejado de ser el enemigo del siglo, y Solimán, Dragut, Barbarroja, Mustafá, ya no asustan a nadie. E Inglaterra, la usurpadora de los días napoleónicos, ha arriado bandera. Ya no tiene que salir nocturno, en las noches de tempestad, el Gran Maestre Philippe de Villiers de l’Isle-Adam, estupendo fantasma de amplia capa, a reclamar los derechos de la estrepitosa caballería de San Juan de Jerusalén. Era antepasado del escritor del mismo nombre, del autor de los Cuentos Crueles. Una vez fue Anatole France, un mediodía de junio, a pedirle a Villiers datos sobre su abuelo. Villiers se quitó la chistera y se asombró:
—¿Cómo quiere usted que le hable del Gran Maestre en plena calle y a las doce del día?
Y se metió en casa dejando a France con la boca abierta. Villiers había sido el primer maestre de la Orden en Malta, habiendo recibido la isla los caballeros de manos de Carlos V. En la lista de los maestres hay grandes tipos. Porter en su Historia los estudia muy bien. El aragonés Juan de Omedes, por ejemplo, se merece él sólo un libro. Es una paciente araña. Bailío de Caspe, llegó al maestrazgo a través de una complicada intriga. Cuando Dragut le tomó Trípoli a la Orden, Omedes sometió a proceso al gobernador de la plaza, el caballero Valier, y estaba en que lo quería ahorcar. Mandó abrir una ventana para asistir cómodo a la función, pero los levantes se opusieron a los jueces corrompidos por el aragonés y exigieron la libertad de Valier. El día en que éste salió de prisión, a Omedes, con la ira, se le cubrió el cuerpo de pequeños granos colorados. Era avaro y secreto. Su gran odio fue Strozzi, el general de las galeras, que cada mes entraba en La Valetta con naves tomadas al turco, cargadas de trigo, de aceite, de vino, de lana, de esclavos. Strozzi era pequeño, rubio y tartamudo, y se decía que tenía, en las islas griegas, mujeres de su gusto esperándole en palacios escondidos. Omedes dejó rica a toda su familia aragonesa. Hasta la muerte fue fiel al vino y a las guindillas del país natal. Taciturno, odiaba a los héroes y el mar.
Hubo otros hispánicos, Martín Garcés, Martín de Redín, los dos Cotoner, Perellós de Rocafull que arengaba en griego clásico, y Ramón Despuig, mallorquín, que fue acusado de alquimista, y Jiménez de Tejada, un navarro serio, que dormía vestido por si había alarma nocturna y tenía que salir pitando a dirigir la defensa. Pero el modelo de los maestres, después de Villiers de l’Isle-Adam, fue un francés, Jean Parisot, un gran general y un perfecto caballero. Habiendo Solimán puesto los pies en Malta, lo echó, y le devolvió la visita poco tiempo después: una flota de la Orden apareció en los Estrechos e incendió los astilleros y las naves del Gran Turco. Solimán lloraba y se arrancaba pelos de las cejas. Parisot regresó tranquilo a Malta, donde antes de morir tuvo tiempo de poner orden en las cocinas del gran maestrazgo. Le mandaban vino de sus viñas tolosanas. Era alto, moreno, cerrado de barba, y dejó un Plutarco anotado.
«¿Dónde está el héroe Carlomagno?», preguntaba Villon. Se ha ido. Queda una vaga memoria de sus hazañas. Después, en el Romanticismo, el faro de Malta alumbrará una mar tempestuosa, con una frágil nave a merced de las inmensas olas. Una de ellas barre el puente y moja los zapatos de cuero cordobés del duque de Rivas. Pasan cien años, y los malteses, sin maestre y con marxistas, estrenan eso que se llama la democracia. Todos los levantes están muertos.