As benditas ánimas

En un reportaje de nuestro querido Bene, se puede leer sobre los petos de Ánimas en los que, en nuestro pequeño país, podemos dar limosna y rezar un padrenuestro por los difuntos. ¡Que en Gloria estén! (Hace unos lustros que fue mandado retirar, pese a las modificaciones introducidas en la segunda edición, un libro del padre Getino, O. P., titulado Del gran número de los que se salvan y de la mitigación de las penas eternas. Ahora, después del Concilio, podrá volver a circular. Es un libro consolador. Y uno está, naturalmente, con los que creen que sólo se condena definitivamente el uno por mil, y no siempre. Y quizá sea verdad aquello que oyó a la Voz irrefutable santa Brígida, de que «el Infierno está vacío». Cosas ambas, repito, bien consoladoras para recordar y para meditar en el día de la Conmemoración de los Difuntos).

Hace años, viajando yo por Bretaña, me mostraron en Locronan la piedra donde los dos hermanos que acudieron a aquel lugar, al pie del calvaire, a escuchar el resultado de la batalla librada por sus almas entre san Ronan y el diablo, dejaron las huellas de sus pies. Uno fue salvo, y el otro condenado a vagabundear por el país, actuando de lazarillo invisible de ciegos. Las huellas del que fue salvo son como una caricia ondulada sobre la oscura piedra, y las del penitente, profundas y bien marcadas, y si te arrodillas y metes en ellas la nariz, aspiras un leve olor a azufre. Dicen que todavía anda por allí el alma lazarilla, y Le Goffic —tan grato al maestro Otero Pedrayo—, contó que a veces circula sin temor por campos y ciudades un ciego desconocido, solo, y no tropieza con nada ni con nadie; entonces se sospecha que lleva de lázaro el alma penitente, y recibe muchas limosnas. Conviene advertir que cosas tales, contra lo que creen algunos, solamente se dan en pueblos muy intelectuales y muy espirituales a la vez, pueblos que como Bretaña, Irlanda y la propia Galicia, son, intelectual y espiritualmente hablando, de una riqueza incomparable… ¿No se creía en nuestra Galicia al rendeiro de la Hestadea, que se acercaba a decir que venían los obligados y precisaban de misas y ofrendas por sus almas? Y el rendeiro recibía limosnas por el aviso; limosnas de castañas, miel y pan trigo, en hogazas de no menos de cuatro libras… En la carballeira de Bouzás, en Tierra de Miranda, los pies de los fieles de la Hestadea pisaban las hojas secas del sendero, y se detenían junto a la fuente del Pontigo a beber del agua fresca, como sujetos de un voto osírico.

El que esto escribe nunca vio la Compaña ni la Hestadea ni encontró cera negra al pie de los cruceiros, donde dicen que la gotean las almas de los condenados al «infierno frío», en sus días penitenciales. Pero vio en casa de los Hermida, en Mosteiro de Pol, la pamela de doña Claudia Aldegunde… Doña Claudia había vivido en La Habana, donde su padre fue teniente de oficinas con el capitán general Blanco, marqués de Peñaplata. Y ya vecina de Mosteiro, volvió un par de veces a Cuba, que tenía allá intereses. Cuando se puso a morir de una tisis galopante, todo se le volvía decir:

Ai, si poidera volver a Cuba, a desfacer o feito!

Alguna trampa había dejado allí. Murió, y cómo había mandado, la enterraron con su mejor traje y la pamela violeta con ramitos de cerezas. Pasaron años, doce o más, y un día encontraron cerca del río, colgada de una alta rama de un amieiro, la pamela de doña Claudia. Nueva, como salida del comercio. Con lo cual todos sus parientes y amigos, que sabían sus ganas de volver a Cuba arrepentida, concluyeron que andaba por allí en espera de barco en La Coruña o en Vigo. O que ya lo había tomado, dejando la pamela como aviso. La pamela la conservan sus sobrinos nietos. Estas manos la tocaron.

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