Cabo de Lonxe

En estas páginas escribí de cómo me sorprendió encontrar una mocita judía en Sevilla que se llamaba Noche en una crónica andaluza. ¿Cómo osaron tal nombre para una hermosa? De este Cabo de Lonxe de quien les hablo, desde que oí decir su apodo me preguntaba de qué Lonxe, de qué lejos remoto y secreto, era vecino. Compraba y vendía oro y plata por las ferias. En cualquier portal, en ésta o en la otra taberna, montaba su balanza, sacaba del bolsillo la piedra y el aguafuerte, y se anunciaba a gritos. Trataba en relojes y anteojos.

¿Onde é Lonxe? —le preguntaba yo.

Nóno sei. Xa a meu abó lle chabaman Cabo de Lonxe.

El abuelo fuera platero de fama. Labró muy finas joyas, según su nieto, para adorno de las señoras de la aristocracia lucense. Era muy pacienzudo, y con tal de lograr un primor, se olvidaba de comer y de dormir. Gastaba días y días en unos pendientes o en un broche. A una Gayoso de Lugo le faltaba parte de una oreja. Cabo de Lonxe el viejo le hizo unos pendientes que eran una maravilla de calado y pedrería, y suplió en uno, con coral, la parte de oreja que le faltaba a la dama. Para el obispo Arciniega de Mondoñedo hizo unas hebillas de oro, para el zapato, y en cada hebilla iban litúrgicos latines por un total de ciento siete letras: había que leer con lupa en ellas. Aprendiera en León letra gótica con un platero alemán, que era cojo y se llamaba don Adolfo. Este don Adolfo trabajara para Napoleón.

E tamén prá sua muller, cando estivo en Parga. Non sei si niste Parga de aquí ou noutro.

Non era Parga —le corregí yo—. Era Parma, en Italia.

Pois meu pai decía Parga. ¡Como eiquí estiveron os franceses!

El Cabo de Lonxe que yo conocí era de mediana estatura, gordo y colorado, los ojos claros y vivaces. Hablaba a gritos y continuo. Tenía manos finas, expresivas, ricas en flexiones cuando hacía el elogio de una sortija o un rosario. Se ponía la sortija, tendía la mano para que se viese cómo lucía, la ponía abierta sobre el pecho, como la suya el caballero del Greco.

¿Toda esta obra fáina vosté? —le pregunté una vez, por San Lucas.

¡Qué va! Eu teño azougue no corpo. Non sirvo prá estar na banqueta. A mín o que me vai é o trato.

Le iba el trato y lo adornaba con reflexiones morales, chistes, rondas de tintorro. Citaba a su padre y a su abuelo, y pedía para sí la fe que ellos merecieron en casi cien años de andar por el mismo negocio en el país. Tenía una moneda de oro mejicana: nunca vi una tan gruesa y la mostraba cuando el trato se ponía difícil.

¿Canto val ésta? —preguntaba gritando.

¿El non valerá duas onzas? Pois deixoa aquí mismo en prenda. Si falto en algo, vai perdida. ¿Hai por aquí un vecino honrado que a garde por tres meses, ou por seis, ou por un ano?

Se reía después, palmeando, tirando al aire los duros de plata con que acababan de pagarle el reloj o los pendientes. Bebía el vino tinto a tragos de cuartillo.

En la farmacia de mi padre compraba nitrato de plata, que en los ratos libres Cabo de Lonxe se dedicaba a quemar verrugas por las ferias. Allá por el año 25 cobraba a dos reales la sesión. También hacía boquillas de hueso, a las que ponía aros de plata. Creo que era para lo único que tenía paciencia.

El otro día, leyendo en López de Gómara, en donde trata de la conquista de la Nueva España, me acordé de Cabo de Lonxe al llegar a la página en la que el capellán de Cortés describe el mercado de Méjico, y las obras de oro y pluma que allí vendían los orfebres indios: «Y son los indios tan oficiales desto, que hacen de pluma una mariposa, un animal, un árbol, una rosa, las flores, las yerbas y peñas tan al propio, que parece lo mismo que o está vivo o natural. Y acontéceles no comer en todo un día, poniendo, quitando y asentando la pluma y mirando a una parte y a otra, al sol, a la sombra, a la vislumbre, por si dice mejor a pelo o contrapelo o al través, de la haz o del envés, y en fin, no la dejan de las manos hasta ponerla en toda perfición. Tanto sufrimiento pocas naciones lo tienen, mayormente donde hay cólera, como en la nuestra». El abuelo de Cabo de Lonxe la tuvo, la paciencia azteca, pero el nieto no. El nieto tenía la cólera esa hispánica, de que habla López de Gómara. Tenía ésa, y aquella otra a que alude el P. Gracián cuando dice que la cólera natural del español exige la libertad de palabra. Me acordé de Cabo de Lonxe, y una vez más me quedé preguntando de qué Lonxe, de qué lejos vendrían los suyos, de qué remota ínsula o perdida nación, Cabo de Lonxe, punta final. Finisterre acaso, el nuestro u otro, ese Finisterre que tiene que haber donde, física y metafísicamente, termine la tierra, la tierra de los hombres.

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