Alejandro submarino

Un amigo mío, anticipando los regalos de Navidad, me obsequia con una reproducción facsímil de un manuscrito francés del siglo XV, que trata del gran viaje que en un tonel de vidrio hizo Alejandro el Magno al fondo del mar. Como es sabido, Alejandro pasó cuarenta días comiendo carne y embadurnándose con esencias pérsicas, y no pronunciando ni una sola vez un nombre de pez. Éstas eran graves precauciones para apartarse lo más posible de la fauna piscícola, y una vez sumergido no ser tomado como miembro de ella. No encontró inconveniente alguno, según el Poema, en ser bendecido siete veces por el obispo de Babilonia. El mago Keotes, que es en la legendaria índica alejandrina compañero inseparable de Alejandro, le enseñó durante siete noches, sentados ambos en el desierto —sin que hubiese gente en un radio de nueve leguas—, el lenguaje de las sirenas. Es sabido que el lenguaje sirénido no se puede aprender por gramática ni diccionario, que hay que estudiarlo comenzando por los primeros sonidos, gritos y balbuceos de la sirena infantil y poco a poco madurando y dominando la lengua, hasta lograr el habla cotidiana; como niño que se suelta a hablar y a poco se va liberando de tropiezos y formulando correcto.

Alejandro se vistió de rojo y oro, y se ciñó con lana empapada en cera virgen. Y antes de meterse en el tonel de vidrio, sus escribanos de cámara le leyeron al mar veinticuatro decretos, que redujeron el océano a calma.

Y por fin, en una barca dibujada por Nearcos y construida con noventa y nueve maderas diferentes, Alejandro salió a alta mar —parece ser que la cosa fue en el golfo Pérsico—, y fue lanzado en el tonel a las aguas, que se apartaron respetuosamente. El mar atemorizado, dijo: «¡Salam!».

Alejandro vio varias tribus de peces, vio los hombres submarinos, y dos sirenas, una de cierta edad, morena, gorda, que se mantuvo a distancia del tonel, y otra joven y rubia, que se acercó con ejemplos de línea sinuosa, y en viendo a Alejandro comenzó a cantar. El propio Poema duda de si Alejandro vio maravillas marinas, o las escuchó de labios de la sirena. Alejandro se encontró con una cigüeña en la torre más alta de la ciudad de Beltar, que fue una ciudad que los hombres hicieron hacia abajo después de haber hecho, hacia arriba, la torre de Babel. La cigüeña, según le explicó a Alejandro, invernaba en las fuentes del Nilo, y veraneaba en Beltar. Meses más tarde, Alejandro irá a descubrir las fuentes del gran río de los egipcios, que él creía que comunicaba con todos los océanos interiores y exteriores.

Habiendo admirado los jardines de Beltar y escuchado las tonadas vespertinas de la sirenita, Alejandro tiró de la cuerda de señales, y fue izado a la superficie.

Y los suyos fueron sorprendidos por la barba del gran rey, que en las horas submarinas se le había puesto verde. También le habían nacido escamas en las pantorrillas… El propio Dante se hará eco de esta enorme aventura, y Ruskin, en una extraña escultura de la catedral de Amiens querrá reconocer a Alejandro en su tonel, bajando a llevar nada menos que la fe cristiana al mundo submarino. Alejandro, pues, fue una vez el ombligo del Cosmos.

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